un humilde y frustrado librepensador de provincias aspira, aunque con la desazón que produce la prédica en el desierto, a que los partidos progresistas unifiquen trinchera y cantina para articular el cambio que el país necesita, pues la revolución política progresa de la taberna de Zola al firmamento metafórico de Rimbaud. Y de ahí salta a la calle en forma de manifestación o escrache. Y es que uno ve por las calles las mareas blancas, lilas, verdes, rojas e indignadas, que ponen algo revolucionario en las turbulentas aguas de esta primavera convulsa y dopada. Es la muchedumbre recalentada, popular y densa, que lucha contra el desempleo, la congelación de los salarios y pensiones, la nefasta reforma laboral, la corrupción política, los desahucios, la estafa de las participaciones bancarias preferentes, la regresión de los derechos de las mujeres y los recortes en sanidad, educación y prestaciones sociales. El el dinero obsceno, la competitividad salvaje, las privatizaciones vergonzosas, la corrupción indecente y la sicalipsis eclesial están, ciertamente, siendo denunciados por este amago de lucha de clases, pero lamentablemente se manifiesta atomizado en una galaxia de pequeñas reivindicaciones fragmentarias que pierden su fuerza en su ingenua dispersión. Este nuevo impulso reivindicativo debe superar este mapa disperso y unirse en la calle, para que un discurso unificado y sonoro se escuche a la luz y a la sombra del poder financiero, empresarial, político y eclesial.

Las ideas progresistas andan sueltas por la calle, pero en las sedes políticas no se trabaja con estas ideas, sino con panegiristas incondicionales y caladeros de votos. Y esto supone una grave quiebra entre la izquierda y los miles de manifestantes democráticamente estafados que reclaman que la ética, la justicia y la igualdad social deben alcanzar su epifanía para que los valores socialistas no se queden en ideas y las ideas en abstracciones. La izquierda no debe ser un pensamiento débil embalsamado en whisky ni una atractiva y estética operación cosmética. La izquierda no puede ser nunca la glosa de la utopía que jamás va a ocurrir, sino la posibilidad de que se haga realidad lo que la gente necesita.

El llamado nuevo orden mundial es básicamente como el viejo, aunque con otro disfraz. Sus reglas siguen siendo esencialmente que los débiles están sometidos a la fuerza del poder económico mientras que los poderosos se sirven de la ley de la fuerza. Persisten las clases sociales, aunque apenas luchen.

Pese a la complejidad actual del capitalismo avanzado, el conflicto de clases sigue siendo la expresión prístina de la desigualdad, de la injusticia y de la falta de cohesión social. Es una mixtificación afirmar que, hoy día, la dialéctica clasista ya no tiene sentido, pues mantiene toda su vigencia, aunque el escenario político haya cambiado considerablemente. Por ello, más que nunca al asalariado y al desfavorecido no les interesa permanecer sin una clara conciencia del estrato social al que pertenecen ni de cuál es el origen profundo de su desdicha e incertidumbre laboral. La relación entre asalariados y capitalistas es nítidamente dialéctica, dado que sus intereses esenciales están en permanente contradicción.

La dialéctica de clases no es un movimiento mecánico o determinista, producto del devenir histórico, sino un proceso intencional, pues solamente de la voluntad y libertad del oprimido depende la evolución constante hacia escenarios sociales más justos. No hay ninguna razón fundamentada para pensar que la evolución natural de la humanidad conlleve, finalmente, la desaparición de la desigualdad y la injusticia social. Como piensa Kierkegaard, los conflictos sociales no se resuelven por síntesis, tras un determinado desenvolvimiento dialéctico, sino por libre elección.

Es cierto que la unidad de los desfavorecidos se muestra problemática, pues no forman un colectivo homogéneo y coherentemente organizado, sino una totalidad dispersa, en cuyo seno coexisten diversos intereses. Por ello, las clases desfavorecidas no pueden permitirse el lujo de estar en un estado social de duermevela ni limitar sus reivindicaciones a disputas puntuales o sectoriales, sino estar en un estado de lucha unitaria permanente.