"todo el mundo me dice que tengo que hacer ejercicio, que es bueno para mi salud", afirmaba con cierta ironía el admirado José Saramago. Y el escritor portugués concluía con lucidez su cita: "Pero nunca he escuchado a nadie que le diga a un deportista: tienes que leer". Quizás el Día del Libro fuera ayer un momento propicio para hacer un alto en la carrera -en la carrera literal del ejercicio y también en la figurada de la vida- y perderse durante media hora en una librería cualquiera pirateando párrafos sueltos de varios volúmenes escogidos más o menos al azar, una experiencia seguramente bastante más saludable y reconfortante que echarse un par de carreras de cien metros. O para detenerse otra media hora ante la estantería de casa advirtiendo que faltan algunos libros -por aquello de que "hay dos clases de gilipollas, los que prestan libros y quienes los devuelven"- pero descubriendo en su lugar otros que algún día uno olvidó devolver. En mi caso, ayer coincidió que presté a mi hermano Javier, para su compañía de teatro, dos libretos de Eugène Ionesco que posiblemente no volverán y, al mismo tiempo, estuve hojeando a la luz del sol el Diario de una abuela de verano de Rosa Regás, que algún día robé a la abuela de mis hijos. Hacer ejercicio o leer, That's the question, que diría el Hamlet de Shakesperare, fallecido tal día como ayer, una jornada en la que preferí reivindicar aquello de que, como diría Rexach, "correr es de cobardes".