los mecanismos de los partidos políticos no son totalmente desconocidos para el común de la sociedad; también lo son para una gran parte de la afiliación, salvo quienes dedican su tiempo a la política partidaria. Ese desconocimiento no es en sí mismo una cuestión grave, porque la vida interna de los partidos no es trascendente ni preocupa y si llega a la opinión pública es por posibles confrontaciones más personales que ideológicas. Curiosamente, son quienes ocupan puestos internos los que más suelen trasladar que no hay ideas en juego sino intereses de cariz personal. Esta estrategia ha llevado a demonizar cualquier debate público y a amedrentar a los afiliados, reticentes unos y convencidos otros de que no sea de forma pública como se establezca el debate de las ideas, cuando hay la posibilidad de que exista. Esa afirmación permanente de que los trapos sucios se discuten en casa ha rebajado así el debate político al nivel de lo vergonzoso e internamente lo ha limitado a la voluntad acrítica y soberbia de quienes ocupan cargos internos o públicos.

No es una valoración referida exclusivamente al socialismo español, ni muchísimo menos al PSE de Vitoria en sus dos agrupaciones locales, que recientemente han renovado sus cargos como cierre de un ciclo congresual iniciado con la reelección de Patxi López como secretario general en un congreso que ya dio la pauta de todo lo demás.

Ese encierro voluntario en una especie de Numancia aislada y sin futuro vive su cruda realidad cuando la sociedad padece crisis económicas -en sus derechos o en sus libertades- y reclama de los partidos voz y orientación. Nos ocurre ahora y nos ocurrió antes. El socialismo encontró en anteriores etapas el modo de estar cerca de esa sociedad maltratada por el terror o por las finanzas y la ciudadanía encontró voz y respuestas con las que identificarse. Hoy, el socialismo deambula buscándose en todos los niveles y sin una fiel coordinación entre lo que se aprueba en cada nivel de la organización.

Repetidamente se pide lealtad a los cargos elegidos en cada congreso o asamblea, pero ese mensaje muere contra el muro insonoro de una sociedad inquieta, que pide agilidad, conciencia, sensibilidad y gestos de diferenciación. Las filas se engrosan con afiliación desconocida y no reconocible y se preguntan al salir "esto que hemos votado ¿para qué era?", porque las urgencias son poco aconsejables y no las salva el papel anotado en la barra del bar cercano. La desorientación viene también provocada por esta forma de acción política en la que el voto afín es el único bagaje buscado.

Cuando la afinidad entre sociedad y partidos se diluye, sus dirigentes tienden a buscar las razones de la desafección o las derrotas electorales en la sociedad que "no nos entiende" o en las voces que alertan de ese distanciamiento.

Las últimas votaciones en Vitoria para renovar los equipos dirigentes -de quienes dependen la continuidad o no de los propios trabajadores de las sedes- son sólo una mínima anécdota por tamaño, tipo de debate y nivel ético del comportamiento de la estructura organizativa. Cuando el concepto mismo de socialismo se convierte en un elemento de voluntaria diferenciación, el debate se traslada a la cronología y procedencia militante de los candidatos, porque esas históricas reticencias entre socialdemocracia y comunismo es un tergiversación real del debate ideológico que se propone, a sabiendas de que el debate dual y real sólo será posible si lo decide quien controla la organización hasta ese momento, y no existirá por tanto.

La incidencia grave de las actitudes numantinas no es sólo que impidan la razón principal de un partido, la discusión y confrontación leal de las ideas, donde se debe respeto a las personas pero no lealtad de pensamiento ni unanimidad impuesta y ficticia. Su mayor gravedad es que dan la razón a quienes tienen contrastado que los aparatos de los partidos prefieren afiliados o votantes antes que debate proactivo, pues así el equipo dirigente se siente más poderoso e indiscutido. La supuesta fortaleza de las direcciones es causa de titulares y la debilidad de las organizaciones se profundiza en silencio. Hasta que la sociedad deja de escuchar a esos partidos y más que desafección es alejamiento sin vuelta, fidelidad de voto sin implicación partidaria o, como máximo, se traslada a las redes sociales.

Entender que las organizaciones locales de un partido deben ser meras oficinas de representación política donde las decisiones se trasladan como hechos consumados y las iniciativas de debate se consideran ajenas es más que una visión pacata de la función de un partido. Es también la anulación de uno de los pilares de la democracia, los partidos como base de organización política y social. Una democracia formal sin estructuras participativas e inquietas es cómodo para las direcciones instaladas en la continuidad indiscutida o reforzada desde la acción de los aparatos. También es la vía más rápida para llevar a la sociedad a otro tipo de organizaciones más activas, capaces de ver que la sociedad cambia a impulsos que los partidos apenas atienden.

Es en las pequeñas asambleas sin significación numérica cuando aparece la realidad de que sólo sea de forma ocasional y cuatrienal cuando se provoca una confrontación de ideas, cuando no se convierte en una cuestión personal o la organización lleve a un encuentro/desencuentro donde 40 de 200 discuten o sólo escuchan mientras el resto cruza las sedes hasta las urnas para marchar a punto seguido.

La sociedad se aleja, pero lo hará más, incluso por parte de quienes ya militan en los partidos mientras éstos activen su afán de registro de nuevas incorporaciones en las vísperas congresuales, encomiable si se extendiese a la totalidad de los mandatos. La labor del socialismo entre la sociedad daría así mucho más frutos que el incremento de fichas y se alejaría de ese concepto políticamente bastardo llamado clientelismo, dentro y fuera de las estructuras del socialismo.