COMO cada año con motivo del aniversario de la proclamación de la II República, llega en esta fecha el recurrente debate sobre la necesidad o no de revisar el modelo de la jefatura del Estado. En otras palabras, la pugna entre república y monarquía. La diferencia este año, ya apuntada el año pasado, es que es precisamente la Casa Real la que más ha hecho por cuestionar la credibilidad de la institución ante la ciudadanía. Hace un año, por estas fechas, comenzaba el calvario de Juan Carlos I por su viaje privado para cazar elefantes, un viaje por el que acabaría protagonizando una inédita petición pública de perdón y que descubriría a la opinión pública Corinna zu Sayn-Wittgenstein, que de "amiga entrañable" ha pasado con los meses ha conseguidora y supuesta colaboradora del Estado en la sombra, en una espiral que acaba con la publicación de datos sobre la millonaria herencia suiza del rey y sus hermanas. Todo ello, además, unido a la gran debacle de Zarzuela, el caso Nóos, cuyo último episodio ha sido hace apenas diez días la imputación de la infanta Cristina. Un lodazal que ha modificado sustancialmente los parámetros de un debate tan clásico como, hasta ahora, inútil. Porque el deterioro de la imagen de la monarquía -constatado en octubre de 2011 con el primer suspenso cosechado por el rey en la encuesta del CIS, que no ha vuelto a preguntar al respecto desde entonces-, parece que consumido ya el crédito que tradicionalmente se le atribuyó al rey por su papel en la Transición, se evidencia en el hecho de que incluso la clase política española ha comenzado a levantar el velo de protección que había extendido sobre la Casa Real, incluso un Gobierno del PP que se ha aplicado más en ser cortafuegos en el Congreso que en hacer una defensa eficaz de la institución. En esos términos, por ejemplo, hace unos años habría resultado casi impensable la posición del PSOE exigiendo mayores cotas de transparencia a Zarzuela. O igualmente carente de fundamentos habría parecido el debate sobre la hipótesis de una abdicación del rey en su hijo. Ni siquiera su último movimiento para ser incluida en la Ley de Transparencia ha sido bien gestionado y ha acabado pareciendo más mero maquillaje, reacción a la imputación de la infanta, que voluntad de cambio. La monarquía española parece dispuesta, no ya a preparar el nudo, sino a colocarse ella misma la soga al cuello.
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