HA muerto Margaret Thatcher. Se hacen análisis, más o menos laudatorios o más o menos críticos, de su figura política. De su desmantelamiento del sector público, de cómo debilitó hasta el extremo a las trade unions, de su papel inamovible en la huelga de hambre de los presos de IRA en la que falleció Bobby Sands, de su eficaz y contumaz antieuropeísmo, de su liderazgo bélico en Malvinas, de su alargada sombra en la política internacional de los ochenta, de la URSS de Gorvachov a los EEUU de Reagan, de su defensa de un Pinochet reclamado por la justicia... Al margen de cuestiones ideológicas, a pesar de ellas y en parte por ellas, su figura tiene la fuerza de los grandes personajes de la historia, para bien o para mal. La hija de un tendero de Grantham que acaba ejerciendo con mano de hierro el gobierno de una de las principales potencias mundiales. Thatcher era, sobre todo, un animal político. Y los animales políticos son controvertidos por definición y suelen dejar tras de sí, entre otras cosas, un profuso reguero de damnificados. Es lo que tiene la política, o no. Lo curioso es que en esa gama de grises que define a las personas siempre hay espacio para la ironía: quien dejó como legado ideológico el desmantelamiento de lo público -ella se ha ido, pero sus ideas no solo permanecen sino que se refuerzan- no tendrá funeral de Estado, pero casi. Sutiles venganzas inútiles, pero reconfortantes. No celebro la muerte de una persona, pero hay ausencias que pesan más que otras. Hay quienes construyen y quienes destruyen. Yo hoy recuerdo La sonrisa etrusca.
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