alguno dijo que lo peor que les puede pasar a los sueños es que se cumplan. Algo así pasa con el misterio del Santo Grial, que no está en el contenido material de la copa de marras, sino en el mito de su búsqueda, que alimentó los sueños de caballeros románticos y estrategas templarios. Y no importaba tanto que realmente fuera o no el cáliz de Cristo como que sus fieles se lo creyeran, aunque nunca encontraran la sagrada reliquia. Vitoria guarda numerosas reminiscendias medievales, no sólo por el Casco Viejo, el reinventado culto en la Catedral de Santa María o los honores al tal Canciller de Ayala -ese tránsfuga que se pasó al bando de Enrique de Trastámara en un fin de semana- sino también por el rancio vitorianismo que esta ciudad esconde en la trastienda de la nueva Gasteiz. Y ahora hemos convertido al canon de la capitalidad en nuestro sueño y leyenda. Esto del canon es uno de esos muchos debates que Vitoria repite de cuando en vez en forma de bucle y que, en este caso, las fuerzas vivas encuentran ocasión de utilizarlo como Santo Grial arrojadizo. La búsqueda del Santo Canon nos confiere identidad y buenos argumentos para el agravio, ya sea porque los vecinos se lleven el agua de nuestros pantanos, nos priven de los dineros del tranvía, nos esquiven con la línea del ferrocarril por Miranda, tengan palacios de congresos de verdad, equipos en Primera o disfruten de playa, que todo sirve. Y ahora a Vitoria le puede pasar que el Gobierno Vasco le niegue el sueño del bendito canon o, aun peor... que se lo acepte.
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