cuando me enteré de la renuncia de Benedicto XVI me llevé una sorpresa. En una Iglesia como la católica, que huye de las improvisaciones y de saltarse la tradición de las normas, vaya si es noticia la dimisión de un Papa. En realidad, lo es la de cualquier dignatario y desgraciadamente el Papa es también Jefe de Estado. Quizá también haya sorprendido el hecho mismo de que un Papa dimita ¿No es vitalicio el encargo de ser el sucesor de Pedro? ¿El Papa no acaba su Pontificado cuando muere? Pues ciertamente que no. Y lo que acaba de anunciar Benedicto XVI tampoco es nuevo. Ya se supo que Juan Pablo II se planteó dimitir pocos años antes de morir, pero al final decidió continuar en el cargo, sin duda presionado por la curia, aunque luego él lo convirtiese en una ofrenda de amor: lo contrario hubiese significado una revolución dentro de la Iglesia.

Pero no es menos cristiano el gesto de Benedicto XVI que la opción que eligió Juan Pablo II. Entre otras cosas, porque existe una base legal que posibilita renunciar, actualizada precisamente por el propio Juan Pablo II. No hay necesidad de mirar lo que hicieron los papas que le precedieron porque dicha norma está en el Código del Derecho Canónico: "Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente", sin que sea aceptada por nadie.

Pues bien, para frustración de cuantos se habían centrado en esto como algo esencial, el cargo del Papa no es ad vitam (de por vida), sino ad vitalitem, mientras dure la vitalidad, la vida activa, como ocurre en cualquier otro orden de la vida. En esto, sin duda que el todavía Papa ha sido original y valiente.

La pena es que el gran debate va a circunscribirse a la quiebra de la costumbre del Papado como puesto vitalicio y a especular sobre otras razones que le habrían llevado a Benedicto XVI a tomar esta novedosa decisión que rompe una cultura de cientos de años. Y comunicó su decisión "por falta de fuerzas" precisamente el Día Mundial del Enfermo, dando a entender que la enfermedad no es sólo participar del dolor de Cristo, sino también mantener la lucidez que nos hace, desde la humildad, pasar el testigo en cargos de responsabilidad a quien lo puede hacer mejor. En su carta de renuncia lo reconoce: "Para anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado". Pero, junto a estas razones objetivas, los vientos insalubres que corren por los pasillos del Vaticano han tenido mucho que ver con esa laminación del vigor del Papa, para quien esta renuncia también es una forma de propiciar que corran nuevos aires.

Lo mejor de esta dimisión es que nos desvela a una mal entendida tradición en la Iglesia, centrada en costumbres y atavismos formales que han llegado a tener una importancia absolutamente desproporcionada e incluso contraria al espíritu y a las prácticas auspiciadas por el Maestro. La Tradición de los Padres de la Iglesia es otra cosa, que arranca en los hechos de los apóstoles a partir de todo cuanto habían recibido desde Pentecostés, sobre todo entre los siglos III y VII. Nada que ver con la tradición eclesiástica, centrada en la transmisión de usos o devociones surgida después de la era apostólica. Y mucho menos aún con las normas organizativas en la administración de la Iglesia y del propio Estado de la Ciudad del Vaticano, que sigue siendo un centro de poder que distorsiona -y de qué manera- el mensaje cristiano. En este sentido, la dimisión del Papa es una buena noticia como no lo será, sin duda, para buena parte de la curia romana y sus círculos.

Una cosa es la comunidad del pueblo de Dios y otra la iglesia institución, perfectamente adaptable a los tiempos, aunque las diferentes curias romanas -y las últimas de manera lamentable- han hecho lo imposible junto a otros estamentos interesados para que ambas realidades se solapen y para tratar de blindar algunas actuaciones nada cristianas. Es más, la curia vaticana actual será uno de los problemas más graves con los que tendrá que lidiar el nuevo Papa, quien deberá limpiar la casa de mi Padre de tantos mercaderes del Templo. Otros lo intentaron ya, pero sin éxito.

No podemos mantener por más tiempo la incongruencia de que el Papa lo es todo y nada se mueve sin su consentimiento, pero cuando está imposibilitado o enfermo, la Iglesia funciona divinamente sin necesidad de la asistencia de su Pontífice.

El de Benedicto XVI es un gesto valiente y ajeno a la diplomacia palaciega de tanto príncipe de la Iglesia, con tantos intereses irreconocibles desde el punto de vista cristiano. Para algunos, este gesto papal abre la puerta a un futuro que augura más de lo mismo; para otros, entre los que me encuentro, es una buena noticia tanto social como eclesialmente que pone el contrapunto a la decisión de su antecesor. Una noticia esperanzadora por lo que quiebra costumbres rígidas pero no sustanciales y porque abre la puerta a una posible nueva era en la Iglesia.

Benedicto XVI es un Papa culto y conocedor del daño que está haciendo el pecado estructural de este sistema materialista basado en dar rienda suelta a la codicia, pero nos ha salido demasiado conservador y formalista, lleno de boato e incapaz de hacerse oír en la denuncia profética. Y todavía nos queda mucho que completar del legado que nos regaló Juan XXIII, también mayor y enfermo, pero que revolucionó la Iglesia.

A ver si esta renuncia nos refresca a todos que la fe madura no se sustenta en el Papa, sino en Jesucristo y su ejemplo. Afirmaciones como "sentirse huérfano" en boca de Rouco Varela dimensionan equivocadamente el papel del Papa y muestran el peligro que tienen algunos jerarcas cuando dan mayor importancia a la institución eclesial que al mensaje de Cristo.