"Todo poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente". Esta simple reflexión que traspasó la Cámara de los Comunes británica en pleno siglo XIX tenía que estar a la vista en todas las plazas públicas nada más que con la finalidad de obligarnos a estar alerta respecto de quienes ostentan el poder político, aunque llegado el caso seamos nosotros mismos, como puntualizó Vaclav Havel. Y aunque no es correcto situar al pasado como orden permanente, sí que es favorable otorgar a la Historia la categoría maestra del presente, ya que una mirada atenta a sus lecciones nos dice que la corrupción no combatida genera un gran proceso mimético, donde cada vez se suben más interesados a bordo de su carro, puesto que circula con total impunidad. Por eso tenemos que tener claro que el problema es nuestro, de todos, ya que siempre acabamos reproduciendo lo que más odiamos.

En la genética de nuestra sociedad no está tan arraigada la convicción de que la corrupción es intolerable en cualquier ámbito o profesión. Se detecta en ocasiones más permisividad que repudio o sanción social. Incluso se envidia el desparpajo del granuja, su astucia para la rapiña, su falta de escrúpulos. La corrupción echa sus raíces en la amoralidad de la sociedad, que admite comportamientos indeseables, siempre que produzcan un provecho personal o de grupo. Pero la sociedad que no castiga y denuncia al corrupto, en realidad está llena de ciudadanos que esperan aprovecharse del sistema de corrupción, tal y como hacen otros. "Progressus y regressus in infinitum" (Polibio). El eterno retorno, como dijeron los griegos, o una concepción cíclica de la historia de la corrupción.

Un repaso por alguno de los clásicos de la literatura universal nos ratifica que toda organización política ha venido siempre acompañada de un mayor o menor grado de corrupción y de su repetición cíclica. Sobre todo esto ya nos teorizó el mencionado Polibio abordando la teoría de la anaciclosis, basada en la idea de que todo régimen político tiende a degenerarse en sucesión cíclica. Otra interesante descripción sobre la corrupción la encontramos en el romano Salustio, que definió la crisis de la República Romana desde el punto de vista institucional, situando el inicio de la decadencia en el enfrentamiento entre partidos, la corrupción de la sociedad, la ambigüedad de ciertos ciudadanos, el desarrollo de la avaricia y la ambición.

A través de este proceso circular que nos despeña hacia la sempiterna corrupción, llegamos a lo que muchos consideran la menos mala forma de gobernarnos: la democracia o el gobierno de la mayoría, cuya degeneración adopta la denominación de oclocracia, definida por Rousseau en El contrato social como una desnaturalización de la voluntad general, encarnando los intereses de algunos y no de la población en general. En este punto nos encontramos actualmente.

La multiplicación de casos de corrupción política supone el quebrantamiento de los principios esenciales sobre los que se asienta todo régimen democrático. El caso Bárcenas y la trama Gürtel planeando sobre los dirigentes más simbólicos del PP, las supuestas cuentas suizas de la familia Pujol, las tramas corruptas de la Familia Real conectada con el caso Nóos o la incertidumbre en las cuentas en los bancos, por citar unos ejemplos, hacen que este sistema de gobierno que tanto presume de transparencia y responsabilidad ratifique la ley del eterno retorno.

Es evidente que la noción de responsabilidad -obligación de todo cargo público de rendir cuentas de su actuación- no ha cuajado entre nuestros gobernantes. Donde reside una representación democrática existe responsabilidad, tanto política como jurídica. La primera ante el Parlamento y la segunda ante los jueces y tribunales.

El ordenamiento jurídico tiene que someter a los gobernantes a la responsabilidad penal, ya que constitucionalmente se exige el acatamiento del poder al derecho y la igualdad de todos ante la ley, y por tanto los privilegios y el aforamiento de nuestros gobernantes no deberían suponer obstáculo alguno. Si el fenómeno de corrupción no afecta personalmente a los máximos responsables, no habrá responsabilidad judicial para ellos, pero sí existiría responsabilidad política puesto que se cometen graves errores de juicio in eligendo o in vigilando. Si, además, está involucrado personalmente, deberá también rendir cuentas de sus actos ante los tribunales.

Sé que esto es pura teoría, que es cíclico porque lo dice la historia, pero ¿qué medidas correctoras se tomarán contra un Gobierno que, por el transcurso del tiempo, necesariamente ya no será el mismo? ¿cómo se evitará que un gobernante corrupto lo siga siendo si le aplicamos la presunción de inocencia o la prejudicialidad penal?

Es triste el espectáculo que nos dio el presidente del Gobierno en su rueda de prensa sin preguntas o las declaraciones, casi lastimeras, de los sospechosos; es triste la exigencia de perdón del monarca tras lo sucedido en Botsuana; es triste que nunca dimita nadie; es triste que el sistema continúe la tradición cíclica de la corrupción. Dado que, además, el Ejecutivo cuenta con mayoría parlamentaria, siempre trata de evitar rendir cuentas de sus actos, ocultándose en el silencio, las medias verdades o la pura mentira. Los instrumentos que utiliza son las contestaciones parlamentarias que no aclaran nada, la constante alegación de desconocimiento personal de los hechos, la negativa a constituir comisiones de investigación o la ocultación de información o manipulación de documentos. Nos dicen que no son corruptos, que todo es falso, que ellos se han hecho la auditoría y que todo está en regla -controladores y controlados son los mismos- y nosotros tenemos que creerles, votarles y aceptar su falta de escrúpulos. Va siendo hora de pedirles cuentas, tanto morales como penales, para acabar con el ciclo de la corrupción.