UNa asiste al asunto de la tenencia de armas en Estados Unidos desde la barrera europea, siempre plagada de suficiencia al juzgar a las colonias. Un chaval de veinte años se levanta una mañana, coge las armas de su madre, le pega un tiro, se planta en la escuela donde ella trabajaba y se lleva por delante las vidas de seis trabajadores y una veintena de críos de apenas siete años y, como colofón a la hazaña, se suicida. Esto pasa en Estados Unidos cada cierto tiempo y siempre sale a debate la segunda enmienda, el escaso o nulo control sobre las armas y el derecho constitucional de todo estadounidense a poseerlas. El debate prende, tengo la impresión, más a este lado del Atlántico. Lo digo porque la paradójica respuesta de la sociedad estadounidense a una tragedia de esta índole es, invariablemente, comprar más armas. Lo que demuestra, supongo, que efectivamente el ser humano es el único animal tan estúpido como para tropezar mil veces en la misma piedra. No sé por qué, he recordado un encuentro de periodistas con expresos del IRA y de grupos paramilitares unionistas en Belfast. Hablando sobre la entrega de arsenales, uno de ellos dijo algo así como que no matan las armas, sino las personas; a lo que otro, del bando contrario, replicó asintiendo: "Tres niños murieron aquí con un cóctel molotov. No hacen falta armas para matar". La reflexión, en su contexto, seguramente entrañaba una posición ventajista. Pero no les faltaba razón. Las armas son un problema, pero atender a las personas para evitar que un día se les cruce el cable quizá sea igual de importante.