en su ensayo biográfico sobre Alan Greenspan y el boom de la economía americana durante el cambio de milenio, Bob Woodward -más conocido por su labor periodística en el caso Watergate y sus libros críticos sobre George W. Bush y la guerra de Irak- llama la atención sobre uno de los factores que justificaba el mantenimiento de una política financiera que contribuyó a alimentar en su fase inicial las burbujas financieras que constituyen el signo de nuestra época, y cuyo estallido anuncia los comienzos del nuevo milenio en medio de la incertidumbre y la inestabilidad social.
La cuestión es que la productividad de la economía de EEUU aumentó durante la década los 90 y supuestamente tuvo que ver con las tecnologías de la información y el despegue de internet, pero hasta la fecha nadie ha sabido explicar las relaciones concretas de causa y efecto.
Ya hace tiempo que vivimos en eso que llaman sociedad del conocimiento y para las sociedades desarrolladas, los incrementos de productividad resultantes de una acertada política de investigación, desarrollo, formación e inversión en tecnología constituyen una oportunidad para salir de la crisis.
Cualquier análisis que se limite a proclamar la relevancia estratégica de la web 2.0 o reivindicar incrementos brutos de gasto público en educación o I+D sin haber investigado la compleja trama de relaciones entre nuevas tecnologías, industria, mercados, entorno social e instituciones, no es más que un brindis al sol a la salud mediática de los pundits de turno.
Las cifras de productividad que tenían la mano de Greenspan en vilo sobre el pulsador de parada de emergencia de la prensa de imprimir billetes no mejoraron gracias a internet, ya que entonces la red se hallaba en una fase inicial de despegue. Hubo una relación entre informática y prosperidad, pero tenía que ver más con el proceso de datos que con la interconexión.
Nuevas aplicaciones de software y el abaratamiento de los equipos racionalizaron la gestión de stocks redujeron los tiempos de puesta a punto de máquinas en las fábricas y mejoraron la logística. Conviene recordar que el tratamiento mecanizado de la información es una de las fuerzas más poderosas de la historia en todas sus épocas, desde las tablillas cuneiformes de los sumerios hasta el algoritmo de búsqueda de Google.
Quince años más tarde vuelve a plantearse el mismo interrogante: ¿cómo podemos utilizar las tecnologías de la información para que la productividad crezca, los inversores se pongan de buen humor y la minúscula Euskadi pueda convertirse en referente de prosperidad?
Todo el mundo tiene conexión de banda ancha a internet. Hay redes sociales a punta pala. Los foros están superpoblados de expertos en Facebook y Twitter; incluso se llegó a poner en marcha un flamante gobierno abierto. ¿Por qué la economía no crece? ¿Cuándo comenzarán a brotar los ansiados empleos y dejarán de marcharse al extranjero los licenciados universitarios? ¿Dónde están las oportunidades? ¿En la investigación aplicada?
Otro terreno importante en el que los vascos por desgracia no damos la talla -en parte debido a las mismas virtudes que nos permiten alcanzar la excelencia en otros ámbitos- es el de la comunicación. El tópico resulta fastidioso a estas alturas, pero qué le vamos a hacer. El lector no tiene más que mirar por encima de este periódico. Si está en una cafetería, lo más probable es que se encuentre rodeado de frikis que pueden ver las playas del sur de Australia conectándose con su iPhone a una webcam, pero son incapaces de saludar al vecino.
Todo lo que hace el ser humano no es más que una proyección de su organismo: la maquinaria industrial, de sus músculos y su esqueleto; las grandes instalaciones químicas, de su aparato digestivo y sus vísceras; ordenadores y telecomunicaciones, en fin, de su cerebro y su sistema nervioso. Toda red informática no es en el fondo otra cosa que una red de individuos de carne y hueso conectados a través de dispositivos informáticos. Si no entendemos esto, no entendemos la tercera revolución industrial.
De un modo revelador algunos líderes políticos y económicos ya se han dado cuenta y comienzan a situar en puestos de responsabilidad a periodistas y comunicadores en vez de a perfiles típicos de la tecnoestructura tradicional. Ingenieros y juristas son buenos para tareas de mantenimiento y trámites administrativos, pero en nuestro tiempo lo que se necesita es cambiar unas rutinas que tienden a perpetuarse por la nostalgia obsesiva del éxito pasado. El rey no necesita segadores, sino alguien capaz de persuadir a los labriegos para que dejen de ir a piñón fijo y siembren patatas en lugar de centeno. Y esto nos lleva finalmente a la cuarta 'C' de cambio que, junto al conocimiento, la competitividad y la comunicación, caracteriza a los tiempos que para bien o para mal nos toca vivir.
Para que la innovación funcione, hacen falta cambios. Aquí, los comunicadores se verán obligados a hacer frente al mismo reto que Federico II de Prusia: conseguir que el campesino meta a la olla el tubérculo y no las partes verdes de la planta.