hay dramas que se desarrollan ante nosotros en un relativo silencio. Sabemos que suceden y los vemos, pero si no nos afectan directamente nos dejan mirar hacia otro lado. Hasta que nos ponen delante algo ante lo que resulta difícil permanecer indiferente. Ni el síntoma es la enfermedad ni su aparición supone que ésta no existiese con anterioridad. Pero aunque el momento del shock no es el más oportuno para adoptar medidas -porque su credibilidad sufre el reproche de no haber sido adoptadas antes si eran tan convenientes o necesarias-, lo cierto es que más vale tarde que nunca... evitar los futuros daños, aunque no se haya sabido hacerlo con los ya producidos.

Sin embargo, los dramas humanos no suelen resolverse con recetas simples. Y todavía más difícil es que, en estas circunstancias, las soluciones sean justas poniendo en la balanza, aunque no sea al mismo nivel, todos los derechos e intereses en conflicto. Los problemas que generan los créditos hipotecarios suscritos en nuestro entorno en los años precedentes precisan de mucho más espacio que el de esta humilde aproximación, pero podemos intentar contribuir al debate sobre algunos aspectos.

En primer lugar, se está poniendo de manifiesto que la obligación de responder de las deudas con todos los bienes presentes y futuros que establece el célebre artículo 1.911 del Código Civil es injusta e inadecuada en algunos casos. Ya había sido matizada en el famoso supuesto de los cursos de idiomas para los que se concedía crédito por una entidad financiera si luego el servicio dejaba de prestarse (caso Opening), pero su injusticia es, si cabe, más patente aún en el caso de los préstamos hipotecarios.

Cuando se conceden para la adquisición de un bien concreto y específico, que ha sido valorado por la entidad concedente y respecto del que financia un porcentaje máximo que ella misma ha preestablecido -incluso superior a tal valoración-, es abusivo que todo el riesgo de depreciación del valor del bien -o del error evaluativo- recaiga exclusivamente sobre el prestatario, sin que lo asuma el prestamista en parte alguna, siendo como es el responsable único de haberlo fijado, acertada o equivocadamente.

Esa vinculación del préstamo al bien, esa responsabilidad en la valoración y ese deber de asumir de forma compartida, como mínimo, el riesgo de depreciación, convierten a la dación en pago en exigencia ética inexcusable y resolución legal imprescindible.

Es cierto que hay regulaciones diversas en Europa, pero la solución preferida en el ámbito anglosajón se antoja justa y equilibrada: si ambas partes han valorado el bien de mutuo acuerdo en una determinada proporción del importe de la deuda, mantengamos simplemente esa valoración, con independencia de la evolución del mercado, que beneficiará a una o a otra según los casos, incluso para poder resolver el contrato.

Pero librarnos de la obligación con la entrega del inmueble, con ser justo, nos deja sin él. Y surge entonces la cuestión de los desahucios y su conexión con el constitucionalmente reconocido derecho a la vivienda digna y adecuada.

En un mundo en el que nada es gratis, sino que lo que no paga uno mismo se paga entre otros varios, es extraordinariamente injusto que uno tenga derecho a vivir en la vivienda de lujo del centro o el chalet de las afueras que adquirió en mejores tiempos, aunque no pueda pagarlos ahora y que deban abonarlo en su lugar los -no necesariamente más ricos- accionistas de la entidad financiera o todos los ciudadanos si la carga la asume el Estado o entidades como las cajas; a costa incluso del más prudente que escogió su vivienda digna entre otras más modestas, evaluando con mayor acierto su capacidad para hacer frente al crédito que paga religiosamente.

Si la dación en pago es una exigencia moral, la posición ética frente a los desahucios no puede desconocer que comprenden situaciones un tanto distintas. Es muy curiosa la reacción social frente al desahucio de propietarios y la exigencia de normas que lo restrinjan, mientras se facilita cada vez en mayor medida, sin protesta significativa alguna, el desalojo de inquilinos morosos. ¡Qué fácilmente ha calado en el imaginario colectivo la imagen del pobre propietario engañado y explotado por el banco, al mismo tiempo que la del inquilino caradura que si no paga al pobre casero que vive de esa renta, es porque no le da la gana! Ni la primera debe excluir por completo la responsabilidad, ni la segunda ignorar que ese desahucio no es más procedente que el del propietario que tenga a dónde ir.

Es evidente que la legitimidad de los desahucios está en íntima relación con la existencia de un procedimiento judicial en el que exista la posibilidad de defensa equilibrada de todos los intereses en conflicto. No puedo decir al respecto nada que no hayan dicho ya los propios jueces, sin opiniones disidentes, o incluso representantes de organismos europeos.

El derecho a la vivienda exige también que para estos casos exista un parque de vivienda pública en alquiler, que garantice que nadie se quede en la calle o medidas de movilización de los inmuebles privados desocupados en medida suficiente (¿no habría ahí una fuente justa de recaudación en momentos en que la vivienda es un bien tan necesario y escaso en determinados lugares?). Y también que las consecuencias de política económica de unas u otras medidas (cuantía y condiciones futuras de los créditos, repercusión en los precios de los inmuebles o efectos fiscales) deben ser tomadas en consideración.

Pero tengamos en cuenta que los dramas suelen estar rodeados de circunstancias complejas. Y que sabiendo que en todo caso va a pagar alguien, debemos situar la justicia como criterio inspirador de cada una de las decisiones que se adopten. Porque con soluciones injustas no saldrán perdiendo sólo algunos. A largo plazo saldremos perdiendo todos.