"La independencia, igual que el honor, es una isla rocosa sin playas", sentenció Napoleón. Sin llegar a tanta epopeya, es cierto que la isla, como concepto, encierra una fuerte carga simbólica. Desde el tradicional anhelo por escaparse con alguien a una isla desierta -o simplemente la tentación de perderse del mundo con esas tres cosas que te llevarías a una isla desierta tan difíciles o fáciles de elegir- hasta la aventura de buscar un tesoro pirata o de narrar historias iniciáticas de héroes, desde la épica de Ulises en Ítaca hasta la experiencia mediterránea de haber convivido alguna vez en algún pequeño rincón de las Cícladas, las islas han ejercido siempre sobre nosotros -al menos sobre quien suscribe- un misterioso efecto de fascinación. Todo el mundo debería tener derecho, si quiera en su imaginario, a disponer de una isla para apearse del mundo de cuando en vez -sobre todo en momentos tormentosos- con el sueño siempre incumplido de que alguna vez fuera de forma definitiva. Por eso resulta injusto que unos científicos australianos acaben de descubrir que Sandy, una pequeña isla del Pacífico Sur que hasta ahora aparecía en los mapas de todo el mundo -incluso en el Google Earth-, en realidad no existe. Quizás fuera una de esas islas simbólicas que existían en el imaginario de mucha gente y al equipo liderado por la geóloga María Seton le han bastado unas simples cartas de navegación para undir la inexistente Sandy y romper su embrujo.
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