las noticias que desde hace algún tiempo nos dan cuenta del desmantelamiento de la cultura en nuestro territorio no parecen resultar especialmente alarmantes para la opinión pública e incluso para algunas personas resulta "lógicas y naturales en los tiempos que corren". Sin embargo, sus consecuencias van más allá del simple deterioro de la oferta cultural.

Hace no demasiado tiempo, las instituciones alavesas tuvieron que inventarse un mecanismo que organizase y coordinase sus diferentes programaciones culturales, su profusión de eventos, exposiciones y citas. Cultural Álava, que nunca llegó a ser lo que se quiso, fue el más claro ejemplo de la incapacidad institucional para gestionar cultura, arte y espectáculo. La existencia de este mecanismo significaba que las políticas culturales de las distintas instituciones eran campos vallados, incapaces de compartir fuentes, sombras, zonas de pasto o veredas de paso. Cultural Álava representaba a la perfección la inercia sistémica de la institución a seguir multiplicándose allí donde no sabe cómo hacer política. Aquel mecanismo fue el primero en caer y nos anunciaba de alguna manera el estallido de nuestra particular burbuja cultural.

La suspensión del Proyecto Amarika, que durante más de tres años propuso una fórmula avanzada de participación social en las políticas culturales, evidenció la tendencia que los distintos gobiernos iban a tomar a partir de ese momento en todo lo tocante a la cultura, pero también mostraba claramente su falta de respeto por las nuevas formas de hacer política que se reclamaban con indignación desde distintos órdenes de lo social.

El capítulo de Krea, uno de los más penosos que hemos vivido en la historia cultural de nuestra ciudad, demostró finalmente hasta qué punto puede extraerse un beneficio simbólico de la cultura. Hoy, el edificio vacío de Betoño es todo un monumento que habla por sí solo.

Gasteiz, Araba y sus instituciones, tan adelantadas en algunas cuestiones, no han sabido actualizar su visión de la cultura. La idea de una cultura basada en el consenso, que cobró fuerza durante la transición y que funcionaba como una especie de pegamento social, propició que las políticas culturales acabaran siendo un terreno abonado para el espectáculo, la innovación empresarial y la industria cultural más rentable.

Y ese es uno de los principales motivos del desmoronamiento: las expectativas sobre la rentabilidad de la cultura no estaban en dotar de herramientas culturales a la ciudadanía, sino en otras cuestiones como el mantenimiento de estructuras, de festivales, en la promoción turística o inmobiliaria. Todas las políticas culturales de nuestro tiempo han coincidido al unísono en lo mismo, en señalar que el arte y la cultura pasaban a ser una simple industria: lo que no se vendía, no se valoraba. Se acababa la subvención y comenzaba la inversión, todo seguido. Se crearon así proyectos vacíos y caprichosos, partidistas o personalistas para promocionar una marca o para generar confianza industrial, pero siempre a cargo de los presupuestos de cultura.

Hoy, nuestro actual ecosistema cultural se asfixia entre los desajustes de estas políticas y la economía del miedo, haciéndose patente una tremenda falta de perspectiva histórica. Los bruscos cerrojazos que se están dando en los recursos y en la promoción cultural interrumpirán procesos de trabajo necesitados de tiempo para su definición y de espacios para su confrontación; quedarán atrapadas las iniciativas independientes y las condiciones de producción cultural no obtendrán proyección más allá de nuestros fielatos sin el necesario apoyo de lo público, porque de fondo, como en muchos otros ámbitos, está en juego la desaparición de lo público.

El Estado dedica aproximadamente un 1% de su presupuesto a la cultura y los ayuntamientos dedicaban un 4,5%. Ese 4,5% ha desaparecido. Lo que se está quitando a la cultura es insignificante en términos presupuestarios, pero es absolutamente catastrófico para el tejido cultural.

Este discurso neoliberal que se ha impuesto en nuestra Diputación alavesa y en nuestro Ayuntamiento gasteiztarra con una violencia desconocida tiene por objeto deshacerse de cualquier concepto de cultura que tenga que ver con la exploración del conflicto y el cuestionamiento del status quo del poder.

El cierre velado del centro cultural Montehermoso o el tratamiento que se está dando a Artium -entre otros casos- es la evidencia de que para nuestra clase política el arte y la cultura impulsan una peligrosa carga ideológica que hay que desactivar; y qué mejor momento que el actual, en el que los argumentos económicos permiten este tipo de operaciones perpetuando al mismo tiempo el sistema que nos ha traído hasta aquí.

Precisamente por eso no podemos permitir que nos roben la posibilidad de la divergencia -cultural, ideológica o política- ni la posibilidad de su enunciación. Porque el arte y la cultura es uno de los pocos territorios en donde esa enunciación se hace posible, porque sus lógicas no son siempre lineales; porque el arte y la cultura son capaces de romper ideas consensuadas para ofrecernos nuevas herramientas de reflexión.

Como decía Jorge Luis Marzo recientemente: "El arte y la cultura no debe darnos la manta para cobijarnos del frío, sino llevarnos a cuestionar por qué hace frío". Quizá ahora que se echa encima el duro invierno debamos pensar que el refugio público del arte y de la cultura es un espacio del que no queremos ser expulsados, del que no nos pueden desahuciar.