PESE a que algunos tardaron tiempo en darse por enterados, nadie niega ahora que nos encontramos en una situación de crisis (dejando a un lado si es meramente económica o también sistémica o de valores). Solidaridad es, en boca de la mayoría de autoridades y opinadores, una de las palabras asociadas inexorablemente a la coyuntura, tanto como exigencia de comportamiento en consideración a la situación en que se encuentran los más desfavorecidos de nuestra sociedad, cuanto en calidad de fundamento legitimador de la adopción de determinadas decisiones, particularmente si se trata de recortes de derechos o prestaciones sociales.

Sin embargo, igual que cuando hablamos de crisis nos referimos también a situaciones personales dramáticas y a que determinados beneficios bajen simplemente de los dos dígitos, también hablamos de diferentes cosas cuando apelamos a la solidaridad. Hay una solidaridad que podemos denominar legal, una exigencia establecida por las normas jurídicas como contrapartida al beneficio que en forma de garantía de derechos y de posibilidad de disfrute pacífico de nuestros bienes nos proporcionan el Estado y sus servidores.

Estamos hablando principalmente de pagar impuestos, cotizaciones a la Seguridad Social y tasas y precios públicos y de hacerlo en ocasiones de forma progresiva, esto es en mayor medida quienes más tenemos, para que quienes se encuentran en peor situación puedan gozar de condiciones dignas de vida.

Resulta muy evidente que el cumplimiento de las exigencias legales, incluso de las que no tienen directamente la solidaridad como propósito, es requisito sine qua non para poder demandar legítimamente sacrificios ajenos. Y que por tanto son inadmisibles las llamadas a la solidaridad en boca de quienes (banqueros, empresarios... ) invierten en paraísos fiscales, deslocalizan para eludir la fiscalidad estatal o mantienen como acreedores (a veces únicos) a las instituciones públicas, como si el deber respecto de ellas fuese menos digno de consideración.

Trasladando el principio a la actuación de los poderes públicos, podríamos concluir que la legitimación de cualesquiera medidas administrativas de las adoptadas para enfrentarse a la crisis (recortes de prestaciones sociales o endurecimiento de los requisitos para acceder a ellas, disminuciones de las retribuciones de los funcionarios, supresión de servicios públicos...) está ligada en primer lugar al cumplimiento de la legalidad. No se plantean excesivos problemas hasta este punto, sin perjuicio de que sobre la legalidad de algunas de las medidas de repercusión más general (pongamos la soldada de los funcionarios como ejemplo) deberán ser los tribunales los que dicten sentencia.

Pero hay un segundo nivel de solidaridad. Aquella contra la que se atenta aunque se cumplan escrupulosamente las leyes, porque no se traduce en mandatos normativos. Podríamos denominarla solidaridad política y es la que resulta necesaria para una convivencia si no armónica, si mínimamente civilizada. Los restaurantes y las tiendas de lujo tienen derecho a existir pero no todo uso y exhibición de los mismos es compatible con la exigencia a los demás de sacrificios y solidaridades. No todo uso de los recursos naturales (energía, agua...), por mucho que uno esté en condiciones de pagarlo, legitima para pontificar al mismo tiempo sobre crisis y esfuerzos para superarlas.

Trasladando una vez más el principio a la actuación de políticos y líderes sociales, podríamos concluir que se pierde la legitimidad cuando se exige lo que no está uno dispuesto a dar. Es cierto que en general los políticos se han recortado los sueldos en, al menos, igual medida que la que han impuesto a los funcionarios, pero no han sacrificado en el mismo grado otras prebendas ni reducido las cuantías destinadas a propagandas innecesarias.

Y si nos referimos a los empresarios (y más específicamente a los relacionados con el sector financiero) hoy es el día en que se desconoce si han reducido correlativamente retribuciones, bonus, stock options, complementos de jubilación y el innumerable elenco de prebendas en especie que suelen percibir. Como se ve, entramos en terreno mucho más farragoso que el del cumplimiento estricto de la legalidad.

Pero no acaba la cosa ahí. Hay todavía un tercer nivel de solidaridad que debemos tener en cuenta a la hora de considerar adecuado exigir sacrificios a los demás y legítimas las medidas que los impongan, la solidaridad moral. Tiene esta que ver con el suum cuique tribuere (dar a cada uno lo suyo) que reclamaban los romanos o con que, como proclama el refrán, no paguen justos por pecadores.

Desde esta perspectiva, que las consecuencias de determinados desmanes e imprudencias recaigan sobre quienes no han tenido especial responsabilidad en los mismos, quedando impunes los verdaderos culpables y que se haga pagar a los que menos tienen para dar a quienes siguen presumiendo de beneficios, por sospechosos que sean, (como si las entidades financieras debieran verse libres de los riesgos que afectan a todas las demás) no parece legitimación suficiente ni adecuada para demandar sacrificios a otros.

* Analista