When they begin the beguine -escribió Cole Porter- it brings back the sound of music so tender…”. Pero Porter hablaba de amores recobrados y no de palabras perdidas, y por eso no tuvo que enfrentarse al problema que supone volver a empezar cuando lo que se retoma es el discurso pedestre y desnortado que marca tendencia en la política española y europea.
La tregua de actualidad agresiva que nos proporcionaron los días de la Semana Santa, aunque corta, nos permitió recuperar el resuello arrebatado por la etapa política más pedestre, estéril y chabacana de esta democracia. Pero llegó las Pascua y nos hizo la pascua, y no queda más remedio que volver a una actividad política que la proximidad de las elecciones va a acelerar de manera extraordinaria. Y a mí me da una pereza enorme. Porque después de escuchar la Pasión según San Juan tengo miedo de que la viscosa oratoria de González Pons, la pedagogía barata de Zapatero, las plomizas profecías de Cospedal o la parsimonia monacal de Marcelino Iglesias me produzcan acidez en el estómago.
Con lo bonito que era aquello, no sé como volver a hablar otra vez de Bildu, del Gürtel, del Faisán y de los ERE de Andalucía. Y peor aún me parece meterme otra vez en esa crisis económica que ya aburre a las piedras, y en la que volveremos a decir enormes tonterías sobre el rescate de Portugal, la prima de riesgo de España -que tanto le gusta a Zapatero cuando baja y a Rajoy cuando sube-, del core capital de las cajas y de los cuentos chinos que filtró Sebastián a espaldas de Zapatero. ¡Vaya panorama!
En la Unión Europea las cosas no van mucho mejor. Los países de juguete, como Islandia, que ni siquiera tiene la disculpa del euro, se van a la ruina y no pagan sus deudas. Los países ejemplares por su bienestar, como Finlandia -¡vaya potencia!-, votan a la extrema derecha y amenazan con amolar a cuantos creen que se puede hacer una Europa sin fronteras, pacífica y cooperativa. Y luego está la France, que después de presumir tanto de su condición de país de acogida y asilo, para los trenes en la frontera de Italia para que no se cuele ni un solo tunecino. Porque una cosa es ir a Libia a bombardear, sin pisar territorio, y otra muy distinta es que venga un tunecino a manchar las aceras de París.
Más allá de ridiculizar nuestra zigzagueante política exterior, con Sarkozy improvisando guerras que nadie quiere sostener; con Aznar defendiendo al coitado de Gadafi; con los insurgentes -nuestros protegidos- actuando como militares y civiles a la vez; con España vigilando el espacio de exclusión aérea mientras en Bengasi y Adjabiya estallan las bombas de racimo que le vendimos al dictador hace tres años; y con Obama jugando al no se os puede dejar solos, lo conflictos del norte de África nos están dejando en herencia una incongruencia que pone los pelos de punta.
Por eso tengo ganas de que terminen las elecciones. Porque, a pesar de lo mucho que me gusta la política, convengo con el clásico en que corruptio optimi pessima y que los mejores pescados, cuando el frigorífico se queda sin luz, hieden y apestan toda la casa. Pero la vida es así y hay que volver al tajo. Aunque yo ya añoro ese día en que termine la constitución de los ayuntamientos y asome otra vez el descanso del verano. Porque si ahora estamos batiendo récords de plomiza verborrea, asusta pensar en la que vamos a sufrir por Navidad, cuando Rajoy y Rubalcaba -las dos erres- inicien un nuevo combate sin segundos y sin tregua.