LAS noticias desde la nuclear japonesa que inquieta a todo el planeta ya no ocupan las primeras páginas en los medios de comunicación. El accidente agotó su vigencia y se ha enfriado de la misma manera que los operarios enfrían los núcleos de los reactores de la central. A pesar de ello Fukushima sigue siendo un asunto muy serio en el presente y su legado será peor sin duda alguna. Aunque en su noticiero preferido la tragedia nuclear haya sido reducida en espacio y tiempo, la amenaza radiactiva no ha menguado y sigue surcando vientos y océanos sin entender de patrias, lenguas y banderas.

La radiación aumenta fuera de la zona de exclusión, aparece en alimentos y surca el Pacífico para esconderse en la leche estadounidense? aunque inocuamente según dicen. La tranquilidad de millones de personas en Tokio depende de la rosa de los vientos, las aguas marítimas cercanas presentan altos índices de radioactividad y en la propia central el riesgo en tan elevado que limita el trabajo de los liquidadores. Todo ello sucede mientras se intenta controlar la temperatura de cuatro reactores que siguen todavía fuera de control semanas después del terremoto y del tsunami.

A 12.000 kilómetros de distancia, se quedaron en ecos de la soledad los dicharachos pronucleares que meses atrás cogieron fuerza tras el tarifazo de Rodríguez Zapatero. La seguridad de estas plantas y las previsiones halagüeñas de sus expertos han sido ninguneadas, aunque algunos tecnócratas se afanen en proclamar que Fukushima resiste estoicamente y que la radiación emitida es comparable a la de una radiografía.

Lo cierto es que nos vendieron esta tecnología como la panacea de la seguridad tecnológica y los hechos han vuelto a ser caprichosos: falló el sistema eléctrico por un tsunami en el país de los tsunamis, se intenta enfriar los núcleos con camiones de bomberos de los de toda la vida y los operarios de la central no disponen de suficientes medidores de radioactividad. Tecnología punta y abundancia en el país capitalista de los robots y los tamagotchis.

A ello súmese la falta de información sobre el asunto y el curriculum manchado con mentiras y falsos informes de la empresa propietaria de la central de Fukushima, y agréguese el interrogante económico de cuánto costará reparar todo el desaguisado, aunque ya se sabe de qué manera se realizará: nacionalizando los costos de la tragedia y por ello las acciones de la empresa propietaria ascienden nuevamente mostrando las contradicciones, las miserias y la falta total de ética de los amos y señores del planeta.

El resultado del cóctel aleja esta energía de esa imagen limpia, segura y económica, situándola en la órbita hedionda de las grandes transnacionales y sus políticos y científicos cómplices, que con los bolsillos llenos de dinero y prebendas de las empresas eléctricas y con una sobredosis de prepotencia, quieren que comulguemos con ruedas de molino mientras tachan de ignorante al que se opone a lo nuclear. Y ojo, no dudarán en seguir con su particular cruzada si Fukushima queda en un gran, duradero, caro y radioactivo susto. Amén.

Pero aún así el aviso que vino desde Japón no debería traspapelarse en el olvido. Fukushima nos indica una vez más que ha colapsado el sistema económico desarrollista en el que vivimos. Podrá desaparecer su niebla radiactiva, pero volverán a vislumbrarse en toda su magnitud el cambio climático, la crisis en los precios de los alimentos, 1.000 millones de hambrientos, invasiones bélicas por petróleo, deforestación, pérdida de biodiversidad, contaminación atmosférica, desigualdad, tarifazos, pensionazos, reformas laborales regresivas, euribors, expresidentes untados por transnacionales, crisis ecológica, económica, financiera, energética, agrícola, moral y un largo etcétera que han hecho de vivir en este siglo un deporte de alto riesgo.