Todo empezó grácilmente un día de verano. Un SMS me indicó que era partícipe de mi gran sueño: tener Internet en el móvil de forma gratuita durante tres meses. Tenía la suerte de pocos mortales, pero no quería aprovecharme ni hacer uso de algo que, aunque era gratuito, me comprometería a tener que darme de baja pasados tres meses, ya que si no, grácilmente estaría dando un consentimiento a un servicio que en ningún momento había solicitado. Hablé con una operadora de Vodafone, la grandiosa compañía a la que había pertenecido desde hacía muchos años, y a la cual había pagado muchas facturas. Dicha operadora de voz nasal y acento extraño me indicó que era un regalo para disfrutarlo, pero yo desconfío normalmente de los duros a cuatro pesetas. Pasó el tiempo y, con él, las oscuras golondrinas.

Cuál fue mi sorpresa cuando un día observé anonadado que un servicio de Internet que yo no había solicitado se me venía cobrando alegremente desde hacía varios meses. Comencé mi particular guerra santa. Llamadas, faxes, llamadas, faxes, inundaron la sede de la compañía. Estaba dispuesto a darles su merecido, pero creo que lo que verdaderamente les produje fue una contagiosa risa floja.

Mi orgullo hizo pasarme a otra competencia y seguir batallando. Craso error. Pedí el número para liberar mi móvil, ya que pasaron los 18 meses del último contrato, y me cobraron 6 euros por mandarme un código de liberación que todavía estoy buscando porque nunca llegó.

Hoy me encuentro reclamando el pago de una navegación por Internet que nunca utilicé, el código para liberar mi móvil que nunca me enviaron y, por si fuera poco, sin teléfono, ya que mi móvil, como el de todo pichichi, si no está liberado, no puede utilizarse en otra compañía. Y pienso, Señor, ¿por qué me has abandonado?