Garoña se cerrará en julio 2013. Es el compromiso del Gobierno socialista. Y es compromiso previo al desastre de Japón. Porque antes de Fukushima, entre la fe ciega en la técnica y la resistencia absoluta a lo nuclear, el Ejecutivo de Zapatero optó por la prudencia. Antes de Fukushima, los socialistas vascos optamos por la sensatez. Antes de Fukushima, la gran mayoría del Parlamento vasco se decidió por el equilibrio.

Prudencia, sensatez y equilibrio que ahora, después de Fukushima, deberían seguir siendo las pautas con las que tomar decisiones. Los ciudadanos nos exigen a quienes nos dedicamos a la política que les aportemos soluciones, y eso sólo es posible si somos capaces de absorber todos los datos, atendemos los criterios de los especialistas, los maduramos y adoptamos iniciativas que den cauce a las necesidades ciudadanas con todas las garantías de sostenibilidad, tanto económicas como medio ambientales. Y no es posible si nos dejamos llevar por el titular de la última actualización de las ediciones digitales.

Estamos viviendo al segundo lo que ocurre en Japón. Jamás en la Historia, ante ningún desastre previo, habíamos tenido una oportunidad semejante de recibir tal flujo de información. Y ello es así porque la gran tragedia está ocurriendo en un país a la cabeza de las tecnologías. Ahí está precisamente la virtud y el problema para el debate sereno. Vemos con estupor cómo quienes tienen la mayor capacidad técnica del mundo en materia nuclear y en la seguridad de sus centrales nos retransmiten en directo la caída de un modelo que está en la base de su progreso.

Por eso, lo que ocurre nos hace preguntarnos sobre nuestro modelo de progreso. No sólo a los políticos. También interpela a cada uno de los ciudadanos. Ahora, después de Fukushima, parece que no era para hacer chistes y titulares de trazo grueso que un Gobierno como el español, plantee medidas de ahorro energético. Ahora, después de Fukushima, da la impresión de que, para hablar de energía, para hablar de nucleares o renovables, sí parece sensato referirse también a nuestro consumo, al colectivo y al individual, para determinar por qué recorrido ir para lograr qué resultado final. Ahora, después de Fukushima, comprobamos que la simplificación de los problemas complejos puede servir para ganar unos votos, pero no para ganar el futuro.

Pero hay quienes persisten en esa simplificación. Por un lado nos dicen que la planta japonesa es de la misma generación y tecnología que la del valle de Tobalina, como argumento mayor para el cierre de ésta. Otros, que aquí es imposible un terremoto del calibre conocido, para justificar su continuidad. De un lado, quienes dan por demostrado que la energía nuclear debe erradicarse. De otro, quienes creen que sólo con este modelo se garantiza el progreso.

Seguramente en un punto intermedio estará la razón. Que todos los Gobiernos se replanteen todos los criterios de seguridad, que los revisen al alza, es ya relevante. Que incluso los que apostaban a ojos ciegas por lo nuclear cuestionen la continuidad de, al menos, las centrales más antiguas, también. Mejor sería que ese debate se hubiera hecho antes, que fuera permanente, y que fuera ajeno a lobbys de presión. Pero también sería más oportuno alejar los afanes alarmistas, el generar un clima de inseguridad absoluta, de riesgo inminente en cualquier lugar del mundo. Mejor sería, una vez más, la prudencia, la sensatez y el equilibrio.

Todos los informes técnicos nos dicen que Garoña es seguro. Que lo es hoy. Antes y después de Fukushima. Los ciudadanos deben saberlo. Y deben conocer también que esos informes los elabora el organismo técnico al que los políticos hemos encomendado la labor de vigilar las centrales. Y también que los criterios seguidos se van a revisar. Que no hay Gobierno que quiera un desastre. Todo es mejorable, todo revisable y, desde luego, todo opinable. Y a los políticos, a quienes tienen que tomar las decisiones, les toca escuchar esas opiniones y aportaciones, no correr a ganarse un hueco en un titular sin saber hacia dónde le lleva su carrera.

Al inicio de esta legislatura, una de los primeros acuerdos del Parlamento se refería al debate que está ahora sobre la mesa de todos los Gobiernos del mundo. La inmensa mayoría de la Cámara, conciliando las posturas plurales de grupos de procedencia y trayectoria distinta, y el respaldo expreso de los socialistas, acordó pedir el cierre definitivo de Garoña. Pero no nos quedamos ahí. Nos retratamos también en la apuesta por energías seguras, limpias y baratas, y específicamente en el desarrollo de una política de energías renovables en función de las necesidades energéticas existentes y en la puesta en marcha de campañas de sensibilización ciudadana con el fin de promover el ahorro energético.

Aunque ahora nos hayamos ratificado en ese acuerdo, esto lo dijimos y votamos cuando no había elecciones próximas. Cuando no había alarmas y optamos por la sensatez. Y la decisión del Gobierno de España, tras analizar con rigor todos los informes, tomó la decisión de cerrar Garoña en 2013. Antes de que supiéramos que existía Fukushima.