LOS clásicos sostenían que la política es el arte de ejemplificar. Y es que las instituciones políticas no siempre han sido conscientes del efecto multiplicador que tiene la espontánea generalización de los modelos públicos en la convivencia, empeñados en llevar a la consideración de los ciudadanos ejemplos de emulación social que despierten su interés sin preocuparse ellos de practicarlo. Las dosis de hipocresía en este tema son muy notables.

No sería la primera vez que defiendo al buen político, porque existe, pero las encuestas siguen denigrando al colectivo sin que se aprecie propósito de la enmienda, sobre todo en quienes más denigran a la res pública. Ellos y ellas son, tienen que serlo, lo quieran o no, ejemplos por su extraordinaria influencia social y jurídica. Como autores de las fuentes escritas del Derecho -acaparan el poder Ejecutivo y Legislativo- controlan el monopolio público y ejercen un dominio muy amplio sobre nuestras libertades, derechos y patrimonios.

Los medios de comunicación alimentan este efecto público sobre todo en la cercanía de las elecciones, favoreciendo la divulgación de sus estilos de vida y otras facetas menos conocidas, humanizando su figura y la influencia de su buen o mal ejemplo. La manera que los políticos viven, actúan, razonan o expresan preferencias, crean paradigmas morales que influyen en la conciencia de los ciudadanos, y en sus preferencias de comportamiento. Los políticos crean pautas y expectativas, definen en la práctica el dominio de lo permitido y no permitido. Pero, ¿dónde queda la realidad de lo expresado por el renacentista Baltasar de Castiglione en El Cortesano, sobre que la vida del príncipe es ley y maestra de los pueblos?

A diferencia del resto de los ciudadanos que pueden hacer lícitamente todo lo que no esté prohibido por las leyes, al político se le debería exigir que observe, respete o al menos no contradiga el núcleo de valores y bienes estimados por la sociedad a la que dice servir y que son fundamentales para una justa convivencia. No basta con que cumpla la ley: el político ha de ser ejemplar porque su ejemplo es el reflejo de la salud democrática de una sociedad. Esto nos afecta de lleno, pues encuesta tras encuesta de opinión del CIS (el último es del mes de febrero), los ciudadanos siguen situando a la "clase política" como una de las principales preocupaciones después del paro y los problemas económicos. Y todavía no se sabía de las malas artes de algunos parlamentarios europeos que fichan a primera hora del viernes para cobrar la dieta y salen disparados a coger el avión a sus lugares de origen.

Parece que nos estamos olvidando a medida que se hace más mediocre la clase política, de que al residir la soberanía en el pueblo, el político es un vicario que gestiona los derechos y negocios ajenos y su posición es fiduciaria; diríase que su irresponsabilidad debería ser acorde con las exigencia en el orden civil, administrativo y penal, el político democrático es responsable también políticamente, esto es, ante el pueblo que lo eligió. Pero no lo es, y los administrados están cada vez más hartos.

Porque, en realidad, la teoría democrática de que las elecciones conservan un punto de "aristocrático" ya que en ellas se eligen a los mejores y a los más capacitados para velar por los intereses colectivos, no se sustenta en una discriminación natural, ya que esto contravendría el derecho de todos los ciudadanos sin distinción a que pueden ser elegidos por los electores. Lo aristocrático del asunto radica más bien en que lo importante, en definitiva, no reside en que los políticos resultan elegidos porque son los mejores, sino, precisamente, en el dato de que por resultar elegidos "deben" ser en conciencia los mejores; es decir, comportarse ejemplarmente. Su altísima responsabilidad política como legisladores y gobernantes no deriva sólo de su capacitación sino también por ser una fuente directa de moralidad social. Y las encuestas persisten en declararles como un colectivo en el que los mejores son la excepción. ¿Hasta cuándo?