QUE tire la primera piedra quien sea aficionado al fútbol, al baloncesto o a cualquier deporte de equipo y no haya insultado en alguna ocasión al árbitro, a coro con la concurrencia o individualmente. Estoy esperando... Sigo esperando... Joder, casi me da una. Es del pequeño de casa, que un día lo llevé a Mendizorroza y, ajeno a lo que ocurría en el campo, entretenido en cuestiones sin duda más importantes para él que el desarrollo del partido, se sorprendió por los malsonantes cánticos que la grada le dedicó al réferi durante varios minutos porque se empeñó en pitar fuera de juego a nuestros delanteros en cada ataque. Y conste que esa piedra no vale, porque el chaval incumple la condición de aficionado. Viene esto a cuento de la pequeña polémica que ha surgido en la ACB por la postura de uno de sus árbitros más conocidos, quien asegura que estuvo a punto de suspender un partido el fin de semana pasado porque no dejaban de lloverle insultos desde el graderío. De haberlo hecho, creo que se habría equivocado. No es que resulte edificante oír cómo cientos de personas se dirigen a un trencilla o a un jugador del equipo rival con expresiones poco decorosas, un abanico que va desde un melódico "tooonto" a un más contundente "hijo-de-puta" que nada tiene que ver con la condición laboral de la madre mentada, pero considerar eso motivo de suspensión de un partido es un exceso. Quien insulta se retrata, pero nada más. Y ese retrato de borrego sólo dura lo que dura el partido. Después todos somos igual de tontos.
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