CREO no haber escrito aún sobre la ley contra el tabaco. Si no lo he hecho, que no estoy seguro, he aquí un comienzo. Aunque ahora que lo pienso, hay cosas más interesantes: he estado enredado en denunciar lo que nos están robando los gobiernos desde hace meses; en comentar la indolencia con que hemos asistido y asistimos al derrumbe de lo mucho que edificaron nuestros padres durante la efervescencia de la lucha sindical; en incidir en la envidia que me ha producido la resistencia, inútil o no, desplegada en las calles de otros países europeos donde se han llevado a cabo reformas lesivas para la población; en mostrarles las partes más divertidas de la vida en esta ciudad que es de todos, ya se trate del tranvía, de la plaza de toros, del auditorio tresenuno, de la estación de autobuses, de la manera que tenemos los vitorianos de conducir y conducirnos, del germen racista que parece que empieza a anidar en parte de la población gasteiztarra... Bien, no ha sido un comienzo, pero será un final. Fumo luego existo, como los que no fuman, pero les confieso que no he tenido problema alguno en dejar de hacerlo en los bares; es más, agradezco que me hayan retirado de la dosis semanal unos cuantos cigarrillos, los que tan bien acompañan las cervezas. Pero sólo cabe la irrisión ante el amonestación que ha recibido el musical Hair que se representa en Barcelona porque sus protagonistas fuman en escena: que maladrines que eran los jipis. Lauren Bacall ya no podría hoy encenderle un cigarrillo a Bogart, aunque le silbe.