LA anunciada reforma del sistema financiero, según comunicó hace unos días la vicepresidenta económica del Gobierno español, Elena Salgado, a bancos y cajas de ahorros; incluirá una exigencia mínima para el mes de setiembre y el conjunto del sector de un 8% de core capital -relación que existe entre los fondos de una sociedad y las deudas contraídas o, en otras palabras, el capital del que se puede disponer para deudas inmediatas- y de un 10% para aquellas entidades que no tengan al menos un 20% de inversión privada en su capital, lo que no solo supera la exigencias previstas por la Unión Europea (7%) en un lapso de tiempo mucho más dilatado (sobre el horizonte de 2019), sino que también supone la aplicación indiscriminada de dichas exigencias. Porque si bien es cierto que la exposición del sector bancario estatal a la denominada burbuja inmobiliaria es muy superior al del entorno europeo y que no acometer ahora su depuración supondría un peligrosísimo estancamiento, no lo es menos que, por un lado, el plazo esgrimido es más que exiguo y, por otro, las situaciones particulares son muy diversas. Así, por ejemplo, mientras las cajas vascas o Unicaja superarían en principio el 10% exigido, la mayoría de las entidades de previsión no lo hacen e incluso hay algún caso de banco cotizado que no alcanza el 8% pese a lo que unas y otros están sujetos a condiciones homogéneas. Y lo están después de que las ayudas públicas de rescate bancario ya discriminaran a aquellas entidades que habían controlado más el riesgo. Pero, además, esa exigencia de capital es únicamente una parte -y quizás ni siquiera la más relevante- de lo que precisa una reforma estructural del sistema financiero. En lo anunciado por la ministra Salgado aún se acusa la ausencia de estándares de control de riesgo y de transparencia que, entre otros, se consideran necesarios entre los cánones europeos y, por contra, se incluyen condiciones que podrían dificultar e incluso impedir posibles operaciones de fusión. Y no se trata, o no únicamente, del caso de las cajas vascas. Ahí está también la que, al parecer, podría pretender La Generalitat de Artur Mas con La Caixa, Banco Sabadell y CatalunyaCaixa. En ambos casos con diferentes posibilidades pero el mismo doble objetivo de impedir la entrada de capitales extraños y de crear un entidad financiera que pudiera operar en el mercado con solvencia y sin renunciar a su labor social. Lo curioso es, además, que dichas condiciones se incluyen únicamente para sortear la desconfianza europea ante una situación que no es exactamente la de las entidades a las que podría afectar de cara a una fusión y que, en el caso de las cajas vascas, de haberse producido dicha fusión cuando se planteó por primera vez y se impidió por meros intereses políticos, hubiera contribuido a hacer innecesaria la aplicación generalizada e injusta de la reforma.