SI usted ha visto Amélie, recordará a aquel entrañable enanito de jardín que viajaba por el mundo en plan Phileas Fogg y que, para más recochineo, se dedicaba a enviar fotos de sí mismo en cada etapa de su ruta al padre de la protagonista. La peli era casi un cuento, una parábola de reconciliación con el ser humano. A fin de cuentas, el cabroncete del gnomo -alter ego de cartón piedra de la prota- tenía buenas intenciones. Bien, la historia tenía su punto, amable, incluso divertido. Cuando uno es espectador de cine o lector, por ejemplo, a veces resulta inevitable jugar con la idea de que las historias traspasan la pantalla o las páginas. Y tiene su lógica porque, al final, las historias las escriben otros seres humanos y hablan, de un modo u otro, de eso, de seres humanos. El tópico de que la realidad supera la ficción, en el fondo, responde a ese simple hecho desde otro punto de vista. Todo esto, para que conste que me he puesto trascendental para intentar entender lo que les voy a contar. Resulta que escucho una entrevista en la radio a un señor que ha montado una agencia de viajes para peluches. Tú envías al oso de turno -en mi caso, por ejemplo, aún conservo una fantástica rana Gustavo para recordarme que hubo un tiempo en que esto del periodismo fue algo puro- y ellos te lo pasean por Barcelona, le preparan una cita con otros peluches y te envían un álbum fotográfico para que conserves imborrables los grandes momentos de su visita. En fin, insisto, he intentado verle el sentido, pero, por poética que me ponga, no lo consigo.