NO fumo. Supongo que eso explica por qué me parece que tiene su punto eso de a echar un café o unas cañas en un bar sin que me piquen los ojos o salir apestando a tabaco desde la punta del pelo a la del dedo gordo del pie, por no hablar de mis pulmones. No pretendo abrir un debate y conste que ya he explicado en este espacio alguna vez que me parece de poco nivel democrático que papá Estado cuide de sus ciudadanos como si fueran bebés. Ojo, poco nivel democrático del Estado y de sus ciudadanos, que aquí todos pringamos. Pero no es esto a lo que yo iba. Voy a que, con esto de no fumar en los bares, se me acaban de extinguir esos lugares refugio de nuestra juventud, de recuerdos de charlas, de música y de amistad. Porque el ambiente hace mucho y un garito no es un garito sin humo de tabaco... y de otras cosas. Un garito no es un pseudoirlandés, ni un bar de barrio, ni una tasca de toda la vida, ni un pub de diseño. En el garito, en el mío, suenan Platero y Metallica -antes del corte de pelo-. Se escuchan No hay tregua y La culpa de todo la tiene Yoko Ono. Se bebe kalimotxo de alquímica fórmula, ignota para el consumidor -por debajo de los 20 años-, y cañas precedidas de esporádicos txupitos. En el garito se confunden tribus, el garito no entiende de clases, sexos o razas, respira democracia y es exaltación neoliberal: laissez faire, laissez passer. Porque es caos. Es oscuro, pero acogedor; es hogar. Cada uno tiene el suyo y el suyo es el mejor. Es un recuerdo, probablemente es ya sólo nostalgia. Y quizá no tenga nada que ver con el humo, pero no lo imagino sin él.
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