TUCSON, Arizona. Un hombre armado disparó contra una multitud indefensa que discutía propuestas pacíficas. Se trataba de un mitin del Partido Demócrata atestado de votantes y simpatizantes, muchos de ellos hispanos. Hubo varios muertos y heridos, entre ellos la congresista Gabrielle Giffords. La página web del Tea Party, partido ultraconservador que ha copado las portadas en estos últimos meses, aún muestra un mapa en el que aparecen los rostros de diversos cargos demócratas que apoyaron una legislación menos dura contra los inmigrantes hispanos. Todo el país ha quedado conmocionado por el incidente que tiene todas las trazas de tener móvil político. La gente recuerda a Martin Luther King y a tantos otros que dieron sus vidas por los derechos civiles. ¿Cómo puede suceder de nuevo en 2011? Otro dato refuerza la incredulidad y obliga a la reflexión: mientras los dos aviones derribaban las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, nacía una niña. El otro día, esa niña fue asesinada por el tipo armado que entró a sangre y fuego en el mitin demócrata de Tucson.

En muchas ocasiones, ante casos parecidos, se ha lanzado el debate sobre la prohibición de las armas de fuego o, al menos, un control más estricto para su adquisición. Esto es difícil en un país donde millones de personas consideran tabú cuestionar el sagrado derecho de todo norteamericano a tener un fusil de asalto en su casa. Además de los poderosos intereses de la industria del armamento, organizaciones como la conocida Asociación del Rifle han lanzado campañas que hasta ahora han evitado la prohibición de las armas.

Pero esta vez hay indicios de algo diferente. Las connotaciones aparentemente políticas de la matanza de Tucson han introducido otros aspectos, hasta ahora inexistentes, en el debate público. Diversos analistas, congresistas y el mismo presidente Obama han hecho autocrítica y consideran que la crispación del debate político ha pasado con mucho el límite de lo razonable.

El presidente Obama ha encabezado el duelo nacional. En un magnífico discurso, lleno de emoción y contenido, lanzó un mensaje de advertencia: no se trata sólo de hacer duelo por las vidas perdidas y lamentar las heridas de las que estuvieron a punto de morir. Lo que está en juego es la propia viabilidad de la comunidad política. El pragmatismo anglosajón se enfrenta a su supuesto destino, a la tierra prometida, a las esencias de una América pura que nunca existió y que está formada por millones de personas de toda raza, credo e ideología.

Tucson, Arizona. Duelo entre dos Américas que no sólo piensan cada vez más distinto, sino que ya no hacen ni el esfuerzo de dialogar. Todo vale para quitarse de en medio al rival cuando gobierna, tratando de acelerar el momento en que la América pura gobierne de nuevo y todo esté en orden. Es la América blanca que no acepta que alguien de cualquier otro color pueda estar fuera de la fábrica o de las listas de desempleo. Es la América acomodada que no quiere dejar de aumentar su nivel de vida a costa de los millones de compatriotas que apenas pueden pagar su hipoteca o el seguro médico. Es la América que se siente llamada a gobernar no solo su país sino, por extensión, el mundo.

Esta América se basa en el espíritu de frontera, el que creó el inalienable derecho a defender a tiros tu casa, el que te aseguraba toda la tierra que pudieses dominar y defender. Sólo se toleraba al indio que aceptaba vivir en una reserva cada vez más pequeña y que no evitase ningún proyecto de interés nacional, como el ferrocarril. Pero hasta en ese oeste americano de leyenda existía el sheriff. Alguien capaz de domeñar las violentas pasiones y disputas armadas entre los convecinos. Muchos westerns han reflejado la necesidad de prohibir las armas dentro de la ciudad, para evitar que cualquier discusión acabase a tiros, para hacer posible la labor de la justicia y poder crear la democracia.

Si la democracia es algo, antes que nada, es un espacio pacificado, sin violencia, en el que los conflictos se dirimen siguiendo una serie de reglas previamente acordadas. Hay que entender que esto no se puede limitar a la violencia física. A pesar de que los congresistas no han peleado a puñetazos, la violencia de las palabras no ha dejado de subir en la política norteamericana en los últimos tiempos. Palabras hasta entonces limitadas a enemigos externos han comenzado a ser usadas contra el partido rival e incluso contra el mismo presidente del país: terroristas, traidores... El pensar distinto se ha ido criminalizando de tal manera que ya no quedan palabras limpias. No se escucha lo que dice ni se valoran los argumentos del rival, sino que se supone lo que se esconde detrás, debe intuirse la intención, siempre oculta y perversa, del otro. El adversario pasa a ser enemigo. Las palabras dejan de servir para comunicar, dialogar y llegar a acuerdos. Y la política se vuelve imposible. En ese momento, sólo queda la resignación? o la violencia.

Tucson ha demostrado que el que tiene las armas puede matar y causar un gran dolor al otro. Pero también enseña que, al hacerlo contra la multitud desarmada, pierde cualquier razón que pudiese tener. Es el fin, debe serlo, del Tea Party como fenómeno antipolítico, como simple expresión primaria de descontento y agresión. Puede ser el comienzo de una forma más civilizada de mostrar la legítima discrepancia.

Esta matanza sucedió en Tucson, pero el duelo del que hablamos no se agota aquí. La tensión entre las diversas formas de comprender la comunidad y la acción política existe en todas partes. Cuando no se respeta al otro, cuando no se le reconoce como sujeto político, con iguales obligaciones y derechos, cuando el otro deja de ser adversario y sólo es el enemigo? únicamente queda la violencia. Qué fácil es desandar el camino de siglos de civilización y qué pronto se olvida el doloroso aprendizaje de tanta guerra y conflicto armado.

La arena manchada de sangre de Arizona muestra la incapacidad de algunos para canalizar sus críticas, sus propuestas y sus ideas por cauces constructivos. En Estados Unidos hay quienes no encuentran las palabras adecuadas, ni creen en su capacidad movilizadora y transformadora. No escuchan a quienes piensan distinto, manchan las palabras de sospechas, de rumores, de sarcasmo. Son destructores de nuestra frágil democracia, pues si no tenemos palabras que puedan expresar lo que sentimos, si nos roban el significado de las palabras, si hacen lo contrario de lo que dicen? las palabras ya no sirven. La hipocresía, a partir de un punto, destruye el lenguaje que pasa a ser sólo fachada, apariencia, mentira. Uno puede afirmar que es un demócrata, pero eso no basta. Debe actuar en consecuencia. Si uno cree en la democracia no puede poner carteles con fotos de congresistas dentro de una diana, ni se puede llamar traidor al presidente de tu país. Tampoco se pueden azuzar los odios y pulsiones más primarias en tu forma habitual de hacer política.

Ya sabemos que todo eso existe, pues de ahí venimos. Pero precisamente fue para escapar de la trampa de la violencia por lo que creamos el derecho y construimos las instituciones. Tucson nos recuerda que además de las leyes y las instituciones debe existir una voluntad política, unos valores y un comportamiento cívico que sustente la democracia. En otras palabras, si no hay respeto al otro, si no existe el convencimiento de que las instituciones deben canalizar el conflicto, por mucha constitución que haya, aunque tenga más de doscientos años? no tenemos nada. La democracia, en contra de lo que piensan muchos políticos y algunos jueces (también aquí) es ante todo una ética y una acción diaria. Sin esto, la Constitución no es más que un papel inútil. Esperemos que el próximo duelo sea en Washington, por medio de la palabra, y termine en acuerdos políticos, aunque sea de mínimos. Además de ser bueno para Estados Unidos sería ejemplarizante para todos. Como dijo Obama el otro día, la congresista Giffords ha abierto sus ojos. Es hora de que los abramos todos.