LA publicidad, ese gran artificio del estado del bienestar que nos acompaña donde quiera que vayamos, desde que nos levantamos hasta que rezamos nuestras oraciones antes de dormir, es algo que requiere un poco de psicología, cuarto y mitad de sociología y algunos gramos de intuición y creatividad. Sus profesionales suelen ser diestros fabricantes de ilusiones, de una ficción que saben transmutar en realidad, expertos en colocar el cebo para que el consumidor caiga en sus redes con el convencimiento de que, poniéndonos en sus manos, estamos haciendo lo correcto, al menos hasta que llegamos a casa y quitamos el precinto al paquete. Naturalmente, los mercados precisan de la publicidad, ya que sin su concurso sería complicado vender lo que se ignora, esto es, lo que no se anuncia ni se promociona, además de saber que los cimientos de nuestra economía -paradojas al margen- se sustentan en el consumo.

Con todo, confieso que a veces, cuando me acomodo frente al televisor, me siento como un perfecto imbécil, como un cretino manejable y dócil al que la implacable batería de anuncios con que nos bombardean, con productos o servicios que me restriegan por los ojos a todas horas, me resulta más y más difícil discernir entre lo que yo quiero y lo que ellos quieren que yo quiera. Pero si hay unas fechas donde todo esto es susceptible de empeorar, esas son las Navidades. Es entonces cuando la publicidad televisada ejercita una suerte de triple salto mortal hasta hacer más absurda e indigesta su panoplia comerciable, y más todavía cuando añaden a sus refinadas estrategias de marketing el uso, cargante y empalagoso, de un idioma extranjero con el que aderezar muchos de los anuncios que nos empaquetan, con el fin de publicitar perfumes, licores o una simple cafetera, al objeto -según dicen- de imprimir al producto cierta pátina de sofisticación.

Las lenguas tienen ese contrapunto, a veces simplista y artificioso, que se deja vencer con facilidad hacia el tópico y que, en realidad, no es más que un mero espejismo ilusorio, por lo común cebo de fabricantes y publicistas que con lujosas maniobras hacen uso del inglés, el francés o el italiano, añadiendo una categoría gratuita al anuncio por el mero hecho de recitar el eslogan en dichas lenguas. La lista se me antoja inacabable, pero estoy seguro de que en la mente de todos sobrevuelan esos reclamos de colonias, cursis hasta la náusea, mientras una voz engolada recita en francés alguna bobería sin venir a cuento, por el mero hecho de escuchar un relamido acento parisino mientras una jovencita da saltitos sobre un escenario onírico.

¿Y qué decir de ese cortometraje, de apenas 20 segundos, en el que un par de respetables estrellas de Hollywood anuncian una cafetera, con cápsulas de café incluidas? Ellos charlan animosamente en inglés, pero no importa, el propósito del fabricante está en trasmitir glamour y confianza. El hecho de que sea café lo que se vende es lo de menos, podría ser igualmente patatas fritas, la cuestión es enseñorear un rostro conocido y que recite cualquier simpleza con un punto de sofisticación, donde el mensaje no es lo dicho sino el oropel que le rodea, aunque el televidente no entienda de la misa la media lo que dice el tipo al que se le viene un piano encima. O la chica que recorre un interminable apartamento de lujo -excelente actriz por más señas- mientras va despojándose de sus ropas y sus alhajas, hasta quedarse tan solo con un frasco de perfume en la mano.

En 2008 pululaba otro anuncio que relataba -éste íntegramente en japonés- los intrincados problemas de una familia nipona con el lavavajillas, a la hora de encontrar el habitáculo donde depositar los cubiertos (los palillos). O aquél en el que Bruce Lee nos daba lecciones de karma tántrico en inglés mientras anunciaba un coche alemán de alta gama, dentro de esa modalidad publicitaria con tintes filosóficos o metafísicos que tanto arraigo tuvieron hace unos años (poco después desfilaron Marilyn Monroe, John Lennon y James Dean de idéntica guisa).

Dicen los publicistas que este tipo de spots va dirigido a un público más intelectual, más joven, mejor formado y políglota, que no ve con extrañeza el uso de lenguas foráneas. En mi opinión, esta socorrida reflexión suena a jardín de infancia. Lo cierto es que, por pura economía mental, tendemos a asociar con facilidad el francés con el perfume, el inglés con el deporte y las nuevas tecnologías, el alemán con los automóviles, mientras que el italiano es sinónimo de moda y el japonés de exotismo, con una carga tópica, arbitraria y totalmente gratuita.

Al margen de este supuesto cosmopolitismo de vía estrecha, en este medio, las lenguas son utilizadas como un mero marchamo cultural que nada tiene que ver con el mensaje, cayendo con frecuencia en trivialidades tan zafias como aquellos chistes de cantina cuartelera en los que se parodiaba al andaluz, al vasco y al catalán. No se busca desentrañar las excelencias del producto, mucho menos sus cualidades o su composición, sino colocarlo en el mercado por medio de un envoltorio atrayente, a veces barnizado de cierto viso voluptuoso, que nada tiene que ver con el objeto en sí. Hay que admitir que eso entra dentro en la ética del marketing, y no hay que irritarse por ello, su misión no es reflejar la realidad, sino vender.

En nuestras sociedades contemporáneas la publicidad se interpreta como un conjunto de técnicas, estrategias, usos, formas y contextos de comunicación orientados a persuadir a los parroquianos, captando su interés por un artículo, una marca o una idea, estimular sus deseos y provocar una acción o conducta orientada hacia la adquisición de ese producto en cuestión. El problema comienza cuando el escenario publicitario invade el escenario público, cuando se solapa el uno al otro y todo empieza a formar parte de una misma cosa. Es entonces cuando la publicidad pasa a ser el espectáculo de la mercancía impelida por los medios de comunicación de masas, y el espacio público se convierte en el escenario natural en el que esta ceremonia mediática se representa de forma continua e incesante, sin límite alguno. La televisión no es la ventana a través de la cual vemos el mundo. Hagan la prueba siguiendo con heroica asiduidad la pequeña pantalla, y cualquier cerebro con parámetros normales llegará a la desolada conclusión de que si eso que vemos es el mundo, convendría cambiar de planeta.

Pero, en un alarde de anticipación, me pregunto, ¿cómo será la televisión del futuro, ese híbrido que se nos viene encima entre TV convencional e Internet, donde los spam se filtrarán por todas partes como el agua en un cesto de mimbre, anunciando a discreción regímenes de adelgazamiento, píldoras de viagra, alargamiento de pene o alguna oferta de liposucción? Me decía un colega que, lo queramos o no, eso es el futuro. What else?