LA crisis económica en Europa gesta un mundo de turbulencias que desata reacciones alejadas de la ortodoxia con la que se enfrentan problemas de esa índole. Las múltiples consecuencias que crean los acontecimientos económicos devuelven la imagen que cada país deposita sobre este suelo, a veces, no coincide con la que se habían forjado de sí mismos. En este tiempo, los fantasmas de la historia europea salen del armario para resituar los logros alcanzados en los últimos cuarenta años de desarrollo económico político y cívico.

Mientras la crisis no tenía lugar, el crecimiento económico de los miembros de este club tocaban el cielo y bendecían lo bien que les iba a los países que entendían las reglas de juego de más mercado, menos regulación, poco Estado, mano invisible y libertad económica sin freno. El cambio de época presenta otra imagen. En la primera década del siglo XXI hemos pasado de admirar el milagro celta -hoy convertido en el infierno irlandés-, el tiempo de España reclamando ser la octava economía del mundo -hoy es otra época-, o el narcisismo tranquilo que reivindica el bienestar como signo de sofisticación y buen hacer de esta parte del mundo. Con la misma contundencia, pero con igual improvisación y nerviosismo, se pasa en un corto espacio de tiempo -dos años- a gestionar turbulencias, desempolvar fantasmas de la historia y recordar los desastres de otras épocas la gran depresión, los déficits fiscales, la historia de las crisis económicas, los déficits estructurales o los problemas que tienen la marca e imagen de cada sociedad.

El resultado es que el optimismo inicial y la gestión del futuro sin crisis desaparece del catálogo de respuestas de la opinión pública europea y se regresa para buscar culpables directos de la situación -fíjense en los argumentos alrededor de los países agrupados en la marca PIGS- o a mirar hacia todas las partes para encontrar lo que no se halla en el brillante porvenir de otras épocas. Con similar contumacia argumentativa el desastre sucede a la euforia, el pesimismo al optimismo y el pasado al progreso del futuro. Se regresa al fatalismo de los ciclos de la historia y se redescubre lo que estaba oculto y no olvidado: los recursos al patriotismo, el regreso a la nación o a redescubrir en la tumba de los ancestros las razones del presente.

La mercadotecnia de nuestro tiempo succiona ideas de la literatura popular alrededor de la nación y la patria para transformarla en retórica adecuada a cada tiempo, lugar y circunstancia. En los discursos populares sobre las ideas de nación y patria se cree que basta con nombrar, llamar o sacar del armario estos valores para que todos claudiquen de sus intereses personales y adopten tonos conciliadores con los suyos.

Llama la atención que los grandes patriotas -aquellos que dicen amar o querer más al país, la patria o a la nación que a ellos mismos- sean los que se empeñan con desigual fortuna en que las cosas no sean como dicen que son. Las dudas se acrecientan cuando tantos patriotas escriben en periódicos, hablan e invaden el espacio social, opinan de los males propios y ajenos en tertulias radiofónicas, aparecen en televisiones y envuelven lo que dicen -algunos con celofán, otros con papel de estraza- negando en la práctica lo que dicen defender con sus opiniones. De tal suerte, una de las paradojas del momento europeo es que la geografía se ha poblado de patriotas perorando sobre las condiciones que tiene Europa o el país concreto para impulsar al desarrollo y salir de la crisis económico-financiera. Algunos escriben o hablan de la incapacidad de los gobiernos respectivos para afrontar problemas o situaciones adversas, los hay que discuten la situación de su país en el mundo y no faltan los que niegan un lugar bajo el sol a los que no piensan o son como ellos. Por supuesto, en estos discursos Europa es una molestia más que hay que reconstruir o en algunas voces más radicales repensar desde el único lugar con auténtica fuerza; el Estado y la nación de los patriotas. Por supuesto, no alcanzan a ver las paradojas de todo esto. Europa, para ellos, es un club de intereses que cuando se pone a prueba y hay que elegir la opción es volver a la patria del hogar estatal.

Tantas y tantas críticas son creadas desde las que dicen ser aspiraciones de la nación y en este tránsito no importa olvidar un hecho; la marca y el buen nombre de los países son como las de los productos que adquirimos; se compran si son precedidos de buenas críticas y las prestaciones son las descritas en los folletos informativos. Por eso cuesta comprender que tantos patriotas, tan diversos y a la vez tan similares, puedan embarcarse en críticas furibundas a los recursos de sus gobiernos y a la sociedad que tanto aman. La conclusión es que no se sabe bien con qué quedarse, por que o la patria no es lo que dicen que es y la nación es un carrusel o los patriotas son personajes interesados en lo suyo, furibundos en la defensa de sus negocios y en sus intereses políticos inmediatos. Su miopía puede ser manifestación de cómo la inconsecuencia e irresponsabilidad invaden los espacios reservados a la consecuencia y la responsabilidad.

Quizá conviene que aclaren qué es esa patria a la que tan pronto adoran, cantan o ensalzan y que les pone tan nerviosos si otros más tibios les dicen que a ellos les interesan más los individuos concretos con sus sufrimientos y realidades cotidianas. Hay tanto patriota en Europa administrando nuestras vidas que puede llegarse a la conclusión que quizá necesitemos menos patriotas y más gobernantes responsables, más ciudadanos europeos y menos hogar nacional, menos oposición patriótica clarividente y más oposición ciudadana consecuente, menos recordar pasados brillantes y más pensar en futuros, menos simular y más acierto para diferenciar lo fundamental de las anécdotas y lo sustancioso de lo irrelevante.

Hay millones de ciudadanos que no necesitan nombrar ni nombrarse todos los días para recordar lo que son, ni sacar del primer armario que encuentran o descolgar de la percha, retóricas que ocultan los problemas para no mirarlos de frente y enfrentarse a las consecuencias no patrióticas de los mismos. La inflación de patriotas da lugar a la deflación de ciudadanos y cuantos más patriotas y hogar nacional menos Europa.

* Catedrático de Sociología de la UPV