NO sé cómo les habrá ido Olentzero. Yo ya he enviado la carta a los Reyes Magos, que no hay que cerrarse puertas. Visto que un año más los niños de San Ildefonso no me han hecho ningún favor - ¿para cuándo algún premio de consolación a los que no hemos acertado ni uno, pero ni un solo número, del habitual abanico de décimos?-, esta Nochebuena me lancé al bingo familiar que, rompiendo una tradición no escrita de décadas, anticipó su organización de Nochevieja. A euro el cartón. Canté una triste línea madrugadora y un bingo compartido. Lo justo para cubrir pérdidas. Y eso que mi primo Pedro se empeñó en intentar aleccionarnos a todos: "Para ganar hay que invertir". Y oye, que debe de ser cierto. Puro ejemplo de probabilidades: doble inversión, doble cartón... y el tío se forró. Que salió de casa con los bolsillos como sonajeros. Ahora, que debió de ser de ver la primera ronda que pagó -es lo que tiene esquilmar las reservas económicas de la familia, luego te toca invitar- con toda aquella calderilla: "¿Has robado a alguna ancianita?", cuentan que preguntó el asombrado camarero ante el despliegue ferretero sobre la barra. Pero el bingo da para mucho. A mi otro primo, Miguel, estoy convecida de que le sirvió para blanquear pasta. Yo creo que tenía almacenadas en aquel saquito las pagas de sus 27 años de vida, monedita a monedita. Para el año que viene hay propuestas innovadoras: unos seises o una brisca, lo que sea para recuperar las pérdidas. Eso sí, nada comparable a las del primer año del euro, pero eso es otra historia.