¿CUÁNDO nos daremos cuenta? Por alguna parte reventará este asunto de una vez y llegará el día en que veamos esta situación y nos parecerá ridícula. Diremos: ¡Parece mentira! ¡Cómo podíamos pensar así hace unos pocos años!

Veréis. ¿No es cierto que todas las personas reclamamos un espacio propio, íntimo, en el que tengamos la potestad de decidir qué hacemos con nuestro tiempo y cómo queremos usarlo? ¿No es verdad que cada vez exigimos, con más derecho, una clara línea divisoria entre trabajo y ocio, entre esfuerzo y reposo? A todos nos parece que, hoy en día, ese espacio de horas pertenece a nuestra más personal voluntad (en el pleno sentido etimológico de la palabra). Nadie quiere llevar a su domicilio la presión y obligación laboral. Continuando con el razonamiento, ¿no sería acertado asegurar que quienes más necesitan usar, disfrutar y aprovechar ese preciado espacio son los niños? Pues al parecer no.

Revisando el día a día de nuestros considerados descendientes veremos que su vida se reduce a una eterna formación permanente. En todo tiempo, en todo momento y lugar. Su ser es sólo para llegar a ser. Tan sólo son aprendices de adulto y han de trabajar duro todo el tiempo para llegar a tal fin, de acuerdo con las convicciones sociales vigentes. Deben intentar ponerse por delante de los demás. Urgentemente. ¿Cómo si no podría explicarse ese maquiavélico plan en el que los tenemos sumidos, ese plan que parece haber sido diseñado por la mente de los temibles hombres grises de la novela Momo, de Michael Ende, que obligaba a las personas a consumir todo su tiempo?

Un alumno de Educación Primaria permanece aproximadamente ocho horas diarias en su escuela (si usa el servicio de comedor). Eso sin contar desplazamientos ni actividades extraescolares de inglés, informática, dibujo y pintura... Y para colmar el vaso deberá hacer aproximadamente una hora de tareas escolares. Tareas que aparentemente sirven para reforzar y repasar los aprendizajes que, hace tan sólo un rato, ha trabajado en el colegio al que deberá volver tan sólo unas horas después.

Si hacemos un balance, un cómputo de horarios, veremos que el citado niño será afortunado si tiene al cabo del día ¡tres horas! para dialogar con sus padres, hacer vida familiar, jugar, leer por placer y dedicarse a sus aficiones favoritas; también en ese espacio de tiempo deberá cenar, ducharse, preparar su mochila para el día siguiente y encomendarse a Jesusito de su vida para tener fuerza suficiente para llegar al viernes, subir a la superficie a respirar, y sumergirse en el lunes siguiente.

Quizá deberíamos, sobre todo los docentes, plantearnos qué falla en nuestro sistema educativo; por qué no se puede hacer todo lo que es necesario, todo lo que es conveniente académicamente, dentro de un marco y un horario escolar. ¿Los profesores somos tan incompetentes dentro de nuestro horario que necesitamos dilatar la jornada escolar de nuestros alumnos? ¿Qué falla? ¿No puede articularse dentro del horario un tiempo de trabajo personal, espacios para la reflexión, el estudio y la investigación de una manera flexible y fructífera? ¿Por qué no ha de ser posible? Puede ser que estemos partiendo de un modelo encorsetado y cerrado en el cual el entrenamiento a corto plazo y la ejercitación mal entendida asfixian otras posibilidades de aprender. Tenemos modelos, no tan lejanos, de los cuales tomar ejemplo en materia de flexibilidad y creatividad.

Los profesores, en el afán de abarcar y controlar totalmente la educación de nuestros alumnos, nos preocupamos excesivamente de los resultados a corto plazo, abrumados por los amplios temarios y las exigencias curriculares. Invadimos con tareas escolares -sin criterio pedagógico- los espacios que no nos competen porque son potestad de otros y, sin embargo, descuidamos esos procedimientos que dan fruto a largo plazo: dotar a los alumnos de estrategias para la investigación, para el diseño y planificación de un proyecto, la concentración y estudio individual, el fomento de la creatividad y otros aspectos que, aunque sí que se trabajan, quedan en un segundo o tercer plano.

Aprovechemos la oportunidad que se nos brinda de trabajar verdaderamente atendiendo a las competencias clave. Competencias para ser solventes en la vida. No competencias para competir. Reformemos, revolucionemos y humanicemos la educación de nuestros alumnos. Adecuémosla a las necesidades reales. Frecuentemente olvidamos que nosotros, los docentes, no somos los artífices de esta historia de desarrollo personal. Por encima de nosotros, muy por encima, están los padres -¡ellos sí que saben de competencias!- que propiciarán el marco para realizar cientos, miles de planes y tareas, imposibles de plantear por los profesores. También están los amigos, compañeros de viaje, que conviene tratar y cuidar con tiempo (Ende habla de tiempo para escuchar). Todos ellos han de aportar mucho. Dejémosles su espacio. Cuando pasen unos años diremos: ¡Cómo podíamos creernos tan indispensables!

La mejor tarea es la que nunca se mandó, dejando así el espacio necesario para el desarrollo personal, maduro, voluntario y autónomo.

Fuera de la escuela también existe la vida. Recordemos que estudiamos para vivir, no vivimos para estudiar. Si tomáramos conciencia de que la vida de un niño no es solamente la vida escolar; que ni siquiera es fundamentalmente la vida escolar, lograríamos, entre todos, ayudar a nuestros niños a ser personas competentes, libres y felices.