HACE bien poco Felipe González nos dejó pasmados con su descaro sobre la posibilidad de haber atentado contra la cúpula de ETA, haber asesinado a todos sus miembros y tener dudas todavía hoy sobre si hizo bien al no dar el visto bueno para esa operación. Así que cometer delitos como los de los terroristas, equipararse a ellos, emplear sus mismos sangrientos métodos (no el detenerlos ni ponerlos a disposición de la justicia), no le parece mal a Felipe González. Dice creer que con ello -con el atentado- se hubieran salvado muchas vidas.
Esto es un puro despropósito, porque si algo sabemos en Euskal Herria es la capacidad de ETA para reproducirse con un simple programa: el fanatismo de las pistolas y el territorio, el dichoso mapa de Luis Luciano Bonaparte, el añejo zazpiak bat, al que se le otorga la palabra sin contar con las mujeres y hombres de carne y hueso que vivimos encima de esa cartografía. Así que, muertos unos dirigentes etarras, hubieran venido otros con total seguridad y su mismo obtuso programa de bomba y topografía decimonónica. Además, Ernesto Ekaizer ha asegurado que el viejo CESID (los servicios secretos de entonces y hoy CNI) ya desechó una operación similar a la recordada por Felipe González.
Lo dicho por Felipe González nos suena, desde aquí, a fantasmada (en el lenguaje popular cotidiano). Pero la ética nada imaginada que lo respalda es espeluznante: el fin justifica los medios (exactamente lo mismo que ETA), junto al aval dado a la aplicación de la pena de muerte en un sistema constitucional que la ha abolido hasta del ámbito militar, la razón de Estado por encima de todo y la demagogia, abundante demagogia.
Todavía estábamos recuperándonos de semejante desfachatez inmoral cuando Felipe González intervino en Cartagena de Indias a propósito de un congreso organizado por la Corte Constitucional de Colombia y la excelente Universidad del Externado de ese mismo país a propósito de las Independencias y Constituciones. Eso sucedió los días 8 y 9 de noviembre, según lo acredita el catedrático español Bartolomé Clavero. Allí. Felipe González pronunció un discurso que tuvo como espina dorsal la apología de la gobernanza.
Esa gobernanza comprende en resumen para Felipe González: a) que el poder ejecutivo no ha de ser controlado por los parlamentos, jueces ni instancia internacional alguna, b) que los crímenes de lesa humanidad deben ¡prescribir! (como suena, y mira que suena mal), c) la seguridad no es un derecho de la ciudadanía, sino la acción política prioritaria de los gobiernos, d) los Derechos Humanos se subordinan a la mencionada gobernanza, así que: nada de justicia universal ni nacional que entorpezca al poder ejecutivo.
Quienes postulamos la defensa de los Derechos Humanos desde Europa fuimos presentados como turistas revolucionarios, que aplaudimos experiencias atrevidas para América Latina desde nuestra cómoda situación profesional.
En suma, la actuación de Felipe González fue una burla de la jurisdicción interamericana de los Derechos Humanos (que funciona meritoria y realmente) y de los propósitos de la justicia universal. Toda una apología de la impunidad de los poderosos que, para un jurista desde los tiempos de Beccaria, es posiblemente la mayor de las injusticias.
Es de suponer que los uribistas, esos seguidores del ex presidente colombiano Álvaro Uribe con rancio sabor a nacionalcatolicismo español, estarán la mar de contentos con González. También todos los sinvergüenzas y corruptos criados en el caldo de cultivo de la parapolítica y los paramilitares colombianos.
A quienes nos interesan como pautas prioritarias de nuestro quehacer profesional la dignidad de las personas y un constitucionalismo de los derechos de los seres humanos (y no de los poderes, que ya tienen más que suficientes), a todos los críticos del terror, las palabras de Felipe González en Colombia no nos producen sino vergüenza ajena, náuseas y un profundo asco moral.