LAS recientes declaraciones del expresidente del Gobierno español, Felipe González, han dado pábulo a diversos comentarios y en muy diferentes sentidos. Se pueden atisbar las razones originales de tan jugosas opiniones, pero en el trasfondo se encuentra, de forma más que presumible, la pretensión de justificar aquello que se hizo desde el Estado, con ocasión del GAL y de su serie sucesiva de asesinatos de presuntos miembros de ETA, o de simples ciudadanos cogidos colateralmente en acciones indiscriminadas.
Sólo desde esa perspectiva se entiende la reivindicación presidencial de la figura del general Rodríguez Galindo, personaje autor del secuestro, feroces torturas y consiguiente vil asesinato de Lasa y Zabala; por cierto que el juicio condenatorio de este siniestro personaje y de sus subordinados y adláteres, realizado por las correspondientes instancias judiciales, ha sido legitimado por el Arret del Tribunal Europeo de Derechos del Hombre, el pasado 2 de noviembre. Estamos por lo tanto, ante un asesino, mírese por donde se le mire, y que paradójicamente sólo ha cumplido cuatro años de cárcel por sus nefandos crímenes.
La parte sustancial de las mencionadas declaraciones se centra en la negativa del presidente a "volar" a toda la cúpula etarra con ocasión de una reunión en territorio francés. Dos breves reflexiones: la Constitución prohíbe la pena de muerte y prescribe un juicio justo para toda condena. Dos: si ante tan retumbante acción la respuesta del presidente fue no (con posterior arrepentimiento), en estricta lógica, para simples asesinatos selectivos de etarras o de su entorno, la respuesta presumiblemente sería positiva, o al menos, cabe también presumir que se le consultó antes de llevarlos a cabo en suelo francés o español.
Se resucita así la realidad de la guerra sucia desarrollada y apoyada con presupuestos públicos surgidos de las cloacas del Estado. Felipe González reconoce que algo tuvo que ver con aquellas acciones, aunque sólo admita su negativa a asesinar a una docena -o más- de personas. Coincidiría así con importantes núcleos de opinión que, sin embargo, apoyando el asesinato de etarras (al fin y al cabo, también asesinos), reprobaban la apropiación para el patrimonio propio de los fondos reservados del Estado, gestionados, justo es decirlo, de forma harto chapucera.
El interrogante se sitúa en la razón por la que una cuestión tan conflictiva y peliaguda la entresaca González en los momentos presentes. Si aparentemente no hay arrepentimiento de ninguna clase -el único planteado es sobre si no debía de haberse negado a la voladura-, para qué volver sobre tan terribles andanzas de quien se le señaló con el dedo como protagonista esencial.
Únicamente desde una llamada a la solidaridad ciudadana con esa política criminal, a la legitimación del crimen por razones de interés general o de la secular razón de estado, pueden entenderse tan curiosas declaraciones. Implícitamente cabe asumir que González tuvo mucho que ver con los asesinatos -el propio Vera lo ha confirmado recientemente- pero se proclama que el fin era bueno y las intenciones todavía mejores; es lo que nos señala el propio González.
Con gesto cómplice hay una llamada a la justificación y al reconocimiento ciudadano, puesto que los horrendos crímenes valían la pena (salvaban vidas…). Algo semejante acaba de defender otro ex, el presidente Bush, aludiendo a la tortura y a su justificación.
Reconociendo las distancias y sin ánimo comparativo, existe una llamada del mismo cariz en la autobiografía que escribió poco antes de ser ahorcado uno de los peores criminales en serie de la época nazi (véase Rudolf Hoss: Yo, comandante de Auschwitz. Ediciones B, 2009).
En su defensa hay una alusión a determinadas frustraciones que concluyeron en su mando como oficial de las SS de un campo de exterminio; solamente que cuando se llega al hecho desnudo de su participación directa en el asesinato de cientos de miles de personas, la coartada se centra en la obediencia debida, que justificaría así su ominosa intervención.
Volvamos a Felipe González y sus recientes declaraciones. ¿No hay acaso una voluntad solapada en que su dirección política sea revisada y exculpada por haber perseguido fines superiores, como entre otros, la defensa del Estado?
Posiblemente sea así, pero se necesita inexorablemente que el juicio al respecto sea público y la absolución o condena, ejemplar. En otro caso, una página nefanda quedará al descubierto para vergüenza de sus contemporáneos y especialmente de su propio partido, el PSOE.
* Firman también este artículo José Manuel Castells, Xabier Ezeizabarrena, Joxerramon Bengoetxea y Jon Gurutz Olaskoaga, profesores de la UPV-EHU.