tiene la Fórmula Uno un hálito de glamour y lujo que deja durmiendo entre cartones al resto de deportes. El gran circo atrae a la jet set. Millonarios, nobles, gente guapa... El paddock se convierte los días de carrera en una enorme pasarela y en un excelente centro de reuniones, donde se han cerrado no pocos negocios. Puede servir, como quedó patente en Yas Marina, para fortalecer las relaciones entre monarquías. El Rey Juan Carlos, campechano él, se apuntó a la fiesta. Se ve que le gusta esto de los coches casi tanto como las motos o la vela. El caso es que quedó con otros reyes, los de los Emiratos Árabes, y se montó un fin de semana de lo más agradable. Hasta ahí no hay problema. Entra dentro de su agenda y seguro que se guardó los tickets para pasarlos como gastos de curro. Lo que no resulta aceptable bajo ningún prisma es su aparición en la parrilla de salida, instantes antes de que arrancara la prueba, para saludar a Fernando Alonso, que en ese momento estaba en pleno proceso de concentración para afrontar una de las carreras más exigentes de su vida. Se ve que a don Juan Carlos, cuyos andares evidencian el paso del tiempo, le apetecía saludar al asturiano. Y allá que fue. Alonso trató de hacerse el despistado. Pero el Rey porfió. Se acercó al Ferrari, montando un interesante revuelo porque con él iban los jeques y los cuerpos de seguridad de ambos, saludó al piloto, le dio un toque en la cara y, en lugar de dejarle tranquilo los dos últimos minutos previos a la salida, se dedicó a presentarles, uno a uno, a sus amigos árabes. Es tan campechano...
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