como casi todo en esta vida, los teléfonos móviles también tienen una vida útil -cada vez más corta- y uno tiene que resignarse un día a desprenderse de ese aparato que durante unos años nos ha acompañado a todas partes. Al cambiar la tarjeta a otra caja -aparte de tener que armarme de paciencia para volver a leer otro apasionante manual de instrucciones por la manía de las operadoras de cambiar de modelo para evitar que el usuario confraternice excesivamente con el viejo- me ocurrió que reapareció un mensaje sms que había sido borrado... ¡a mediados de 2009! Un profano se pregunta en qué limbo habrá estado este mensaje todo este tiempo y de repente le asalta una inevitable sensación de vulnerabilidad. Todos llevamos encima un número de DNI ahora ya con un chip electrónico incrustado, una o varias tarjetas de crédito -para que el banco nos siga de cerca- y la txartela de Osakidetza -vinculada a un implacable historial médico-, además de las fotos familiares, quizás un pendrive y un móvil que nos tiene permanentemente controlados con una tarjeta SIM. Ni qué decir de esa dirección IP que nos observa y graba todos nuestros rastros. Hemos matado al mito de Robinson y ni siquiera nos importa quién ha sido. Sin embargo, prueben a intentar averiguar qué información personal recaban los gobiernos, las entidades bancarias, las operadoras de telefonía o muchas grandes empresas, de quién, cómo y para qué. Es como adentrarse en el laberinto de Creta. Y el clásico enigma sigue sin ser contestado: ¿quién controla al controlador?
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