A cuenta del traslado de varios condenados de ETA a cárceles próximas, Langraitz principalmente, han saltado las alarmas entre algunas de sus víctimas apoyadas por algunos políticos, rechazando de entrada el hecho. "Error que el Gobierno no debe repetir en el futuro", dijo Carlos Urquijo; "no me gusta un pelo", resaltó Antonio Basagoiti; "espero explicaciones", replicó Soraya Sáenz de Santamaría; "no cabe el cálculo interesado por muy loable que sea el fin", dijo la AVT; mientras desde SUP se apostillaba que ni están "de acuerdo" ni van "a estarlo nunca".

Éstas son algunas de las diversas reclamaciones nacidas del entorno de quienes han sufrido los zarpazos etarras a través de los años. Junto a la lógica indignación de las víctimas directas han aparecido argumentos que ponen en cuestión el valor de las leyes y sus aplicaciones. Los condenados transferidos no han sido amnistiados, no han reducido sus penas, no han sido beneficiados ni han salido a la calle; ¿entonces? Sólo han cambiado de celdas. Quienes hemos pasado por esta experiencia podemos afirmar que la misma no aporta mejoría alguna a la situación personal; barrotes cuadrados o redondos, celosías artísticas o vulgares cierres metálicos tiene la misma misión: privarte de la libertad, alejarte de tu ambiente familiar, recluirte muchas veces con más indignidad que a los propios animales.

Uno de los argumentos más utilizados por quienes critican la medida es que hay que impedir tales errores para que no vuelvan a repetirse en el futuro. Por desgracia, la historia demuestra que tal recomendación, jamás se ha puesto en práctica, con lo cual volvemos a tropezar con la misma piedra una y otra vez. A partir de 1936, y por más de cuarenta años, se vivió esa misma situación: las decenas de miles de víctimas franquistas, rogaron, pidieron, lloraron y gimieron, abogando por una mínima misericordia sin obtener respuesta; más aún, debiendo aguantar burlas y desprecios por su delito "de lesa patria". ¡Rebelión militar contra la dictadura!, no merecería el más mínimo perdón y debería penarse con años de cárcel o con la propia vida.

Hoy, afortunadamente no se aplica la pena de muerte, pero no será por falta de ganas. Ya he comentado en alguna ocasión, como en una emisión en la cadena Cope cuando se efectuó una encuesta entre los oyentes pidiendo opinión sobre la pena capital con motivo e la detención de un miembro importante de ETA. Tristemente todas las intervenciones -todas mujeres- optaron por rechazarla, no por moral o ética sino, ¡¡¡por ser demasiado blanda!!! (sic). Debían hacer sufrir al condenado en mayor medida que él había hecho sufrir a sus víctimas. Hoy, dado el enorme deterioro de los valores trascendentes, deberíamos echar mano de un mínimo denominador común que rechace toda violencia, venga de donde venga.

Comprendo el rechazo de las víctimas a poder cruzarse con sus verdugos por la calle. Es duro, muy duro, mirar a los ojos de quienes han producido tanto horror y dolor a la sociedad. Lo digo una vez más desde mi propia experiencia. Se está destacando en los medios, que cómo se puede permitir que Idoia López Riaño La tigresa, con sus al menos 23 asesinatos a sus espaldas, pueda alcanzar la libertad algún día; pues bien, durante algunos años me cruce por la calle con Bruno Apodaca, quien declaró en más de una ocasión que había asesinado a 108 cuando vivía dos portales más allá del mío. Y con la particularidad más injusta; jamás fue acusado en ningún juzgado y mucho menos condenado. Yo tampoco lo he hecho nunca con él.

Andoni Pérez Cuadrado