HACE aproximadamente un año (11 de julio de 2009), la revista New Scientist publicaba un artículo de opinión acerca de los derechos animales. Se titulaba Do the crabs have rights? (¿Tienen los cangrejos derechos?). En el artículo, su autor, Peter Fraser, especialista en el sistema nervioso de crustáceos, se manifestaba claramente en contra del propósito de los activistas pro-derechos de los animales de incluir a los crustáceos, e invertebrados en general, entre los animales beneficiarios de las leyes europeas a favor del bienestar animal.

El grupo activista Advocates for Animals había preparado un informe en el que concluía que hay "potencial para experimentar dolor y sufrimiento" en los crustáceos, y por lo visto, se mostraba especialmente preocupado por la práctica de cocer langostas vivas. Argumentaba que hay gran similitud entre el sistema nervioso de los crustáceos y el nuestro, y sobre esa base pretendía que se extendiese a los integrantes de ese grupo los beneficios que ya reconoce la legislación a los vertebrados. Hasta ahora, los únicos invertebrados a los que se aplicaban esas leyes eran los pulpos. Peter Fraser se oponía a estas pretensiones basándose en razones de índole científica relativas a las características del sistema nervioso de los crustáceos. He recordado aquella disputa al calor del actual debate relativo a las corridas de toros. Habrá quien piense que una cosa son los toros y otra los cangrejos o las langostas, pero yo creo que en el fondo es el mismo debate. Pero vayamos por partes. Soy de Salamanca, tierra de toros, de un entorno en el que los toros gustan a todo el mundo, al menos a todos los que hablan de ello en público. En Salamanca los toros forman parte de la historia y del paisaje, y la afición a la tauromaquia tiene raíces muy profundas. Quizás por ello me gustan los toros y me gustan las corridas, las buenas corridas. Y sin embargo, aunque me gustan, he de reconocer que cada vez es mayor la incomodidad que me produce el espectáculo; cada vez me resulta más difícil disfrutar de él. Y esto me pasa porque cada vez tengo más presente el sufrimiento del animal, y cada vez llevo peor presenciar ese sufrimiento. Y por eso lo paso especialmente mal cuando es una mala corrida, porque en ellas los toros suelen sufrir aún más.

Con carácter general me parece bien que no se infrinja daño gratuito alguno a los animales. Es más, creo que es bueno educar a la gente en ese sentido, e incluso legislar contra el maltrato gratuito. Porque cuanto más rechazo (innato o sobrevenido) experimentemos hacia el maltrato a los animales, con más intensidad rechazaremos el maltrato a los seres humanos. Dicho de otra forma, creo que no ha de maltratarse a los animales porque quien lo hace también tiene menos problemas para maltratar a las personas. Esto no es más que una opinión, por supuesto, pero estoy absolutamente convencido de que es así. Para ello me ha bastado conocer a algunas personas que maltrataban sin problema a todo tipo de animales, incluidos sus semejantes.

Pero una cosa es tratar de evitar que se maltrate a los animales, que se les cause sufrimiento de forma gratuita, y otra elevar a la categoría de derechos lo que no son sino principios de buenas y civilizadas prácticas. Porque de evitar el sufrimiento gratuito animal a tratar de extender derechos (humanos por definición) a los animales, cualesquiera que estos sean, hay un abismo. Los animales no pueden ser objeto de derechos porque no son agentes activos en el mundo jurídico, y eso no quita para que, como antes he señalado, se evite por ley su maltrato, pero siempre por razones que conciernen a los derechos y el bienestar de los seres humanos.

Por otro lado, la pretensión de que los animales disfruten de derechos denota un relativismo jurídico y moral de todo punto inaceptable, porque antes o después, ese camino nos igualaría y nos conducirá a someter nuestro progreso, bienestar y nuestros mismos derechos a algo tan inasible y tan carente de sentido como son los derechos de unos seres que, por definición, carecen de ellos. No estoy exagerando. Lo que antes he comentado en relación con los crustáceos, es un buen ejemplo de hasta qué extremos se puede llegar. Al fin y al cabo, ¿dónde habría que establecer el límite? Desde un punto de vista biológico, el mosquito que transmite la malaria (Anopheles) está más cerca de las langostas que las langostas de los seres humanos. Podríamos -¿por qué no?- acabar equiparando el derecho de Anopheles al de una persona. Y así hasta abarcar a todo el reino animal. Y creo no exagerar. En mi última visita a Gran Bretaña con propósitos científicos, hace ya más de una década, tuve ocasión de experimentar las consecuencias de las medidas de seguridad especiales que se habían implantado en los centros en que se investigaba con animales, por temor a la comisión de atentados contra las instalaciones y el propio personal de los mismos. A la sazón, ya se había producido algún ataque por parte de un grupo de activistas. Aclararé, al margen, que los animales con los que trabajábamos allí eran bivalvos (mejillones, para más señas). Lo que quiero decir es que ya se han tratando de obstaculizar investigaciones científicas que, en algunos casos además, pueden ser esenciales para mejorar nuestra salud y nuestra calidad de vida. Y esos obstáculos se convertirían en impedimentos absolutos si se llegase a reconocer derechos a los animales en los términos que el movimiento animalista propugna.

Hay quien ha seguido todo este debate desde una cierta distancia, como si la materia debatida fuese una mera anécdota. No es una anécdota. Es importante que quede claro que, contra lo que algunos piensan, personas y animales no somos lo mismo. El ser humano ha de estar por encima de cualquier otro interés o consideración. Ni la naturaleza, ni otros seres vivos pueden merecer su estatus y sus derechos. Y ello no quita para que tratemos de evitar sufrimientos a los animales, para que evitemos violencia y dolor gratuito. Para que seamos, en definitiva, más humanos si cabe.

* Profesor de Fisiología Animal en la UPV/EHU

La pretensión de que los animales disfruten de derechos denota un relativismo jurídico y moral inaceptable