las Naciones Unidas han declarado este 2010 Año Internacional de la Biodiversidad con los objetivos de destacar su importancia en la vida humana, reflexionar sobre nuestros logros en su conservación e impulsar los esfuerzos para reducir el ritmo de pérdida de especies.

Muy pocas palabras de la jerga científica han tenido tanto éxito y se han extendido tan rápidamente en el lenguaje cotidiano como ésta de la biodiversidad. Pero como suele suceder con los conceptos que rápidamente se convierten en uso común, el enorme alcance que encierra este término no está bien comprendido y su dimensión real pasa desapercibida. Entender esta dimensión de la biodiversidad requiere una profunda perspectiva del mundo viviente.

Biodiversidad viene a ser sinónimo de toda la vida sobre la Tierra. Entre otras cosas, esta percepción nos lleva a descubrir su dimensión temporal, histórica, tan importante como olvidada muy a menudo. La biodiversidad actual hunde sus raíces en la del pasado y en las formas de vida extintas. El término describe tanto la vida que alguna vez ha existido como la que existe hoy. No hay forma de separar lo viviente de lo no viviente porque todos los linajes biológicos están conectados.

El término biodiversidad evoca la idea de paisajes verdes y frondosos, de esos que podemos disfrutar en nuestros parques naturales, poblado por árboles, flores y animales carismáticos. Pero la biodiversidad implica mucho más que esa variedad de especies de fauna y flora más habituales. Abarca una amplia gama de escalas y niveles, desde los compuestos bioquímicos -los ladrillos de la vida- hasta los ecosistemas. Pocos reparan, por ejemplo, en que la mayor aportación a la diversidad biológica de nuestro planeta se debe a los seres que se nos pasan desapercibidos (microbios) o a los que reparamos poco en ellos (insectos y otros artrópodos). Frente a ellos, los números de especies de mamíferos o aves son muchísimo menores. Como bien dijo Stephen Gould, es erróneo creer que vivimos en la época de los mamíferos, porque en realidad estamos en la edad de los artrópodos. Siempre lo ha sido, desde que hace unos 530 millones de años, en un acontecimiento que se llama la explosión cámbrica, surgió el diseño biológico de los artrópodos, junto con varios más, y resultó triunfador como ningún otro. Uno de cada tres animales del planeta es un insecto, y la familia de los gorgojos es la más numerosa del reino animal, con más de 85.000 especies.

El hecho de que la diversidad biológica de nuestro planeta descanse primordialmente en los organismos más pequeños tiene dos repercusiones de gran importancia. La primera, que nos encontramos ante un fenómeno de magnitud abrumadora. Es algo que a menudo se escapa a quienes no están habituados a tratar con organismos vivos. Los números que los naturalistas obtenemos cuando catalogamos las formas de vida de un lugar o ecosistema nunca dejan de sorprendernos. Siempre hay mucho más de lo que se ve a simple vista. Por ello, los biólogos no podemos dar una cifra, ni siquiera aproximada, del número de especies que hay. Sólo sabemos que la ciencia ha descrito cerca de dos millones, pero ¿cuántas quedan sin conocer? Algunos llegan a hablar de cien millones.

La otra consecuencia es, precisamente, que ignoramos prácticamente todo sobre la biodiversidad. A pesar de lo que nos creemos, vivimos una época de desconocimiento y, lo que es más peligroso, de despreocupación por nuestra ignorancia. Sabemos sobre la diversidad biológica mucho menos de lo que sabíamos en tiempos de Colón sobre la forma de nuestro planeta. No sólo no hemos descubierto todavía muchos de los seres que habitan nuestro mundo, sino que de la inmensa mayoría sólo sabemos su nombre, desconociendo todos los aspectos más esenciales de su biología y ecología.

Conocer esta descomunal variedad de formas de vida, nombrarlas y clasificarlas es un desafío sin precedentes en la historia de la Humanidad. Y más en una época en la que hemos tomado conciencia de nuestro impacto y tan preocupados como estamos por la conservación de la Naturaleza, una tarea de enorme urgencia. El grave desconocimiento que tenemos sobre ella es una de las amenazas de mayor consideración a la que se enfrenta la biodiversidad. Mal puede gestionarse y conservarse lo que apenas se conoce y mal se entiende.

La especialidad de la Biología encargada de estudiar la biodiversidad se llama Taxonomía, que se ocupa de describir las especies y realizar catálogos. Los taxónomos van al campo a recolectar especímenes y tomar datos que luego en el laboratorio preparan, examinan, identifican, ordenan de acuerdo a una organización sistemática y, eventualmente, describen especies nuevas. Aunque desde la Antigüedad clásica nos hemos ocupado de clasificar los seres vivos, la Taxonomía sólo desarrolló una metodología moderna y eficiente hace apenas dos siglos. Así que hace poco tiempo que estamos trabajando de una forma seria en el inventariado de la biodiversidad global.

A pesar de la indispensable necesidad de inventariar la diversidad biológica para conocer y entender el mundo en el que vivimos, la Taxonomía sigue siendo la cenicienta de la ciencia contemporánea. Mal financiada, desprestigiada incluso en los entornos académicos por estar erróneamente considerada como metodología ya superada, orillada por las nuevas técnicas de moda, la Taxonomía encuentra grandes impedimentos para cumplir con su objetivo. El Año Internacional de la Biodiversidad debería ser una oportunidad para impulsar el conocimiento científico de la diversidad biológica global, pero parece claro que bien poco servirá para solventar esta grave carencia. De hecho, entre los objetivos generales de las Naciones Unidas ni siquiera se menciona un compromiso más serio de apoyo al inventariado de la biodiversidad mundial.