todo empezó con una discusión sobre los cámpings. André y Zied, dos jóvenes mileuristas del pequeño pueblo de Dreux, llevaban más de un año trabajando en la misma empresa, algo nada habitual que les concedía cierta holgura y les hacía pensar que estas vacaciones podían pasar de la canadiense y darse el lujo de un hotel, sobre todo vista la experiencia del último verano en un cámping familiar, rodeados de actividades infantiles y silenciosas noches. Pensaron en bajarse hasta la côte basque, aunque un rápido rastreo por la red entre hoteles de Saint-Sébastien les hizo desistir y buscar alternativas más asequibles. Dieron a voleo en el mapa con un enclave cercano llamado Vitoria-Gasteiz y allí que cayeron. Tras una generosa ronda de vinos por el centro histórico, la segunda noche intimaron con unos lugareños; la tercera terminaron cenando en un sótano que llamaban txoko. La cuarta se encontraron enrolados en un grupo de teatro mudo del Gaztetxe y la quinta ni volvieron al hotel, pues amanecieron acompañados en una buhardilla del Casco Viejo, en la que acabaron la víspera sin saber cómo. Para el sexto día ya se habían olvidado de la entrañable côte basque. Movidos por la curiosidad, buscaron webs que hablaban de una pequeña ciudad tranquila con muchos jardines, una catedral gótica, un museo de arte contemporáneo y una ruta de vino. Todo les sonaba a chino. Sólo atinaban a identificar lo de la ruta, que debían ser esos paseos vespertinos por la calle que llamaban la Cuesta. Definitivamente, se habían perdido en algún agujero negro de las guías turísticas.