EL 30 de septiembre de 2005 el Parlament de Catalunya aprobaba con una amplia mayoría del 89% (CiU, PSC, ERC e IC) el texto del nuevo Estatut. Se cumplía así el primer trámite para alcanzar una mayor capacidad de autogobierno y modificar las bases de la financiación autonómica, dando mayor capacidad de recaudación a la Generalitat y equilibrando el déficit que venía produciéndose tras la contribución a los fondos de compensación interregional.

El siguiente paso fue presentar el texto a las Cortes Generales que, tras los cambios efectuados por la comisión constitucional del Congreso y los recortes pactados entre el presidente Zapatero y el líder de CiU, Artur Mas, procedieron a su aprobación. El resultado fue un texto rebajado respecto al aprobado por el Parlament catalán, lo que llevó a ERC a pedir el no en el referéndum del 18 de junio de 2006. Con una participación unas décimas por debajo del 50% el obtuvo el 74% de los votos. Finalmente, la reforma del Estatut se publicaba en el BOE el 20 de julio de 2006 y se cerraba así el circuito legislativo.

Sin embargo, a los pocos días el PP presentaba ante el Tribunal Constitucional un recurso de anticonstitucionalidad que afectaba a 114 artículos y 12 disposiciones. Arreciaba al mismo tiempo su campaña anticatalana y de boicot a los productos catalanes. A partir de entonces, las vicisitudes conocidas por el Estatut han acabado generando un cambio de escenario político que se caracteriza por una creciente "desafección emocional de hacia España", en palabras del president José Montilla.

Es lo que demuestran los barómetros del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat. En junio de 2005, un 27% de los encuestados decía sentirse más catalán que español y un 15% sólo catalán, y un 31% consideraba que Catalunya debería ser un Estado dentro de una España federal y un 14% un Estado independiente. En mayo de 2010, aumentaba el porcentaje de los que se sentían sólo catalanes (18%) y de los partidarios de un Estado independiente (22%) y las dos opciones que desbordaban el marco autonómico vigente sumaban ya más de la mitad.

Sin duda, la indignación fue el detonante de la manifestación del pasado 10 de julio, la más multitudinaria celebrada nunca en Catalunya. Una indignación hija del menosprecio a la voluntad de los ciudadanos expresada en referéndum y de la mutilación del Estatut por parte de un TC bajo sospecha y parcialmente caducado, que tardó cuatro años en dictar sentencia y que cuando lo hizo fue para cercenar el núcleo duro del Estatut (lengua, financiación, administración de justicia, símbolos y sentimientos y el concepto de nación). La indignación es transversal, compartida por casi todos los ciudadanos con independencia de las opciones o las simpatías políticas. Falta saber ahora cómo se gestiona el capital político acumulado en las calles de Barcelona en la tarde del segundo sábado de julio.

En todo caso, el escenario político ha cambiado, ya que en el sistema autonómico parece haber dado de sí todo lo que podía dar. Esta es la principal conclusión política que se desprende de la sentencia del TC y del masivo rechazo que ha provocado entre los ciudadanos catalanes. La cuestión que se plantea ahora ya no es legal, sino política. Del atolladero en que se encuentra España -persisten las dudas de que PSOE y PP sean conscientes de la gravedad de la situación originada por la sentencia del TC- sólo se sale a partir de un nuevo pacto político, ya que el de 1978 ha saltado por los aires.

Las opciones son dos: o un nuevo pacto, basado en una concepción federal y plurinacional del Estado, que defina un encaje distinto de Catalunya en España, o un largo y difícil camino hacia la independencia. Pero la primera opción tampoco es sencilla, ya que el PP rechaza frontalmente el reconocimiento de la realidad plurinacional y cualquier concepción federal y el PSOE no parece tener ningún interés en defenderlos. El nacionalismo español mantiene, mayoritariamente, una concepción centralista del Estado que excluye radicalmente cualquier manifestación de diferencia.

Así pues, a cuatro meses de las elecciones catalanas, los partidos catalanistas tendrán que ajustar su discurso al nuevo escenario surgido tras el 10 de julio. No lo tendrán fácil, ya que después de la sentencia se entra en un terreno desconocido, porque tanto la independencia como un nuevo encaje satisfactorio con las aspiraciones de autogobierno exigen transitar por caminos hasta ahora inexplorados. Será difícil, especialmente para CiU y PSC, ya que el respeto a la voluntad de los ciudadanos libremente expresada que exigían los manifestantes tendrán que exigirla también -de viva voz y con el sentido de sus votos- los parlamentarios catalanes en Madrid. Eso exige una unidad de acción que, en precampaña electoral, parece poco probable. Tampoco cabe esperar mucho tras la reunión entre Zapatero y Montilla, ya que las promesas tantas veces incumplidas del presidente del Gobierno español gozan de poca credibilidad.

En conclusión, Catalunya entra en un nuevo escenario político en unos momentos particularmente difíciles debido a la crisis económica, que amenaza la cohesión social y reduce las facilidades de promoción social que históricamente facilitaban la incorporación de los nuevos catalanes. Un nuevo escenario de resultados inciertos. Pero, afortunadamente, es un país complejo, diverso, plural. Como lo son sus ciudadanos que, mayoritariamente, comparten la voluntad de "ser respetados y hacerse respetar". Es en este binomio donde se encuentra el valor añadido, porque la complejidad, la diversidad y la pluralidad son sinónimo de sociedades maduras que gozan de buena salud democrática y que, por lo tanto, son capaces de consensuar aquello que es básico para estar en condiciones de afrontar con éxito los retos más difíciles. Sólo cabe esperar que los partidos políticos y la sociedad civil estén a la altura de las circunstancias.