PUES nada, ya está aquí. Ya les he contado en más de una ocasión que no me gusta el fútbol. No me gusta militantemente, es decir, si yo formara un partido político -Dios no lo quiera- mi primera medida sería prohibir el fútbol. Vamos, que estaría abocada al fracaso. Es que me aburre. 90 minutos: fulano pasa a mengano, mengano a zutano, zutano a mengano... ¡Uy!, casi, a diez metros del larguero. Joder, si es que Benji y Oliver era un fiel reflejo del coñazo absoluto que puede ser un partido de fútbol. Si todos los partidos fueran aquel Argentina-Inglaterra en el que Maradona -otro día hablamos de él- ascendió a los altares con la narración de Víctor Hugo Morales -"quiero llorar, Dios santo, ¡viva el fútbol!"-, todavía... Eso mola. Luego, voy a confesarles algo. Me toca bastante la moral que chorradas intrascendentes como un encuentro deportivo nos hagan olvidar el cabreo supino que tenemos con la clase política que padecemos, entre otras cosas. Pero, al margen de que el pan y circo que inventaron los romanos es el no va más en la estrategia política, está bien que de vez en cuando el personal encuentre motivo para sonreír. Y si es el fútbol, como ahora nuestros vecinos guipuzcoanos, bienvenido sea. ¡Anda que no lo van a pasar bien este fin de semana -una es optimista antropológica, como ZP-! En mi cuadrilla el subcampeonato en la Copa del Rey de Osasuna hace unos años fue la excusa perfecta para una juerga de dimensiones sanfermineras. Así que señores, ríndanse. Estamos cautivos y desarmados, me temo. Con la Roja o con Costa de Marfil. Fútbol es fútbol y no hay rival pequeño.
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