NO hay nada más doloroso para el ser humano que padecer la ignominia del no reconocimiento, la no aceptación de una responsabilidad histórica que, claramente, se pretendió ignorar, en el mejor de los casos, o negar, en el peor de ellos. En el Estado español lo sabemos bien ante los crímenes cometidos por el franquismo. Y eso es lo que nos encontramos con las fosas de Katyn, crimen que llevó al asesinato de más de 22.000 oficiales polacos por el régimen de Stalin en mayo de 1940. Se ha tardado 70 años en el reconocimiento por parte de Rusia de los hechos, a pesar del efecto que tuvo este brutal crimen. Igual que sucediera con el bombardeo de Gernika, la negación por parte del stalinismo de lo ocurrido lo ha acabado por convertir en parte de una memoria traumática, que aún tiene su relieve en la sociedad polaca.

La política criminal stalinista para acabar con la élite polaca, tras un pacto inefable con la Alemania nazi por el que se repartieron el territorio, derivó en que, en 1943, los alemanes acabaran por descubrirlo. Katyn se convirtió a partir de ahí en la memoria de un crimen deleznable que los soviéticos intentaron ocultar, o inducir a creer que fue perpetrado por los alemanes, para no tener que asumir, en conciencia, su culpabilidad. De hecho, durante el juicio de Nuremberg, los aliados, ante las dudas suscitadas, no consideraron oportuno sumarles el cargo de estos asesinatos a la larga lista de crímenes nazis, aunque los soviéticos insistieron en ello.

El pasado se yergue, por tanto, como una deuda pendiente de ser satisfecha hasta que no haya una admisión de su verdad. Hasta 1990 la URSS se había negado a tratar la cuestión. Fue entonces, con la apertura y con la casi inminente defunción del régimen comunista, cuando Gorbachov entregó diversa documentación y la lista de los oficiales polacos asesinados. Aquella era la prueba definitiva de su culpa colectiva. Habían pasado cincuenta años. Y, curiosamente, tras décadas de amargo silencio y de tensa espera los polacos han visto como Rusia aceptaba lo ocurrido, pero actuando de una manera diferente a lo que cabría pensarse.

El canal Kultura ruso retransmitió el filme Katyn de Andrzej Wajda. El gesto era harto elocuente. El cine se convertía en un puente conciliador a la hora de restablecer los canales de comunicación ante la importancia que cobra el pasado en las distintas sociedades.

No hay duda de que el cine se ha convertido en una parte importante de la radiografía de las sociedades actuales. Y, en este caso, es un agente liberador de la memoria que ha permitido que los rusos, por primera vez, se enfrenten cara a cara con el legado amargo que dejaron atrás. Pero no debemos sólo observar este hecho criminal con excesivo celo, en tanto que el Parlamento polaco exigió al Tribunal de Estrasburgo que fuera reconocido como un acto de genocidio (tampoco se ha descartado exigir reclamaciones a los rusos como legítimos herederos de la URSS). Sin embargo, la necesidad que existe de superar este lastre trágico ha de venir de la mano de un convencimiento de que el ayer ha de erigirse no como una herida sino como un símbolo.

El pasado no ha de servir únicamente a los intereses de una deuda moral que acabe por entrampar los aspectos más notorios de una tragedia humana sin precedentes. El cine nos enfrenta cara a cara con hechos que hemos de admitir como partes de un relato histórico inacabado. Ahora bien, hay que situar la memoria en su justo contexto frente a la Historia. Y, por lo tanto, el hecho de Katyn no puede suponer una línea de separación únicamente entre víctimas y verdugos. Porque será la comprensión de estas dos partes la que nos deberá ayudar, no únicamente a esgrimir el crimen como un tótem sagrado en el que lo esencial radica en hallar un culpable, sin importar la necesaria reflexión sobre lo ocurrido, sino en ahondar sobre su realidad. El crimen fue evidente, comportó una decisión brutal, un acto inefable. Pero no podemos tratarlo como si acabara de ocurrir. No olvidemos el contexto, recordemos la necesidad que tenemos de reconducir la historia hacia una educación emocional firme, a la par de tener que admitir nuestros propios errores. Puesto que Katyn, Gernika, Auschwitz, Dresde, etc., son parte de la conciencia de esta nueva Europa.