LA noticia de la pasada semana ha sido la sentencia del caso Egunkaria, porque de un caso se trata. Un caso político y social sostenido en una trama policial y judicial, y política y mediática, por supuesto, que ha mantenido bajo condena a los encausados durante siete años.

Los comentarios que se hicieron y escribieron al tiempo de la detención de los encausados hacen pensar que nos sobra mala fe, y que la mentira es el arma política del tiempo. Nadie por supuesto ha reconocido que estaba en un error cuando con sus acusaciones condenaba a los acusados antes de que éstos fueran juzgados.

Ahora que corren tiempos de prevaricación, se entiende mal que a nadie se le haya ocurrido, de manera oficial y activa, dirigir su mirada al instructor del caso y a los funcionarios que elaboraron los informes policiales en los que al parecer se basó la actuación instructora, y que han sido plenamente desautorizados por el juez Bermúdez.

La prevaricación está en boca de todos aquellos que estuvieron del lado de Egunkaria. Pero no hay clima social. Desde fuera, desde las mismas páginas que no apoyaron a los encausados, al revés, lo más que se ha podido leer es un pueden darse por satisfechos porque el caso ha terminado bien. ¿Terminado bien? ¿Sólo eso? ¿Y qué pasa con los daños causados? ¿Es tan todopoderoso un juez o un sistema policial que está al margen de que nadie revise sus actuaciones? No hay ambiente social. Me di plena cuenta de eso cuando leí una enojosa advertencia reconveniente en el editorial de El País que comentaba la sentencia: "...el juez instructor que la adoptó contra esta publicación, Juan del Olmo, nunca tuvo indicios de que fuera una organización criminal. El varapalo al juez es tremendo, pero a nadie se le ha ocurrido ni debiera ocurrírsele acusarle de prevaricación"... Ese "ni debiera ocurrírsele acusarle de prevaricación" ¿Por qué? ¿Actuó o no el juez a sabiendas de que el peso de las pruebas no era suficiente para sostener su acusación? ¿Cómo y desde dónde y con qué intención se urdieron estas pruebas? Ésa es la cuestión. Y es una cuestión que excede lo judicial, como lo excedía el inicio mismo del procedimiento: es plenamente política.

El eco que ha tenido el caso Egunkaria demuestra una vez más que respetamos la justicia según el fallo de las sentencias. Si éstas nos son favorables y el juez da la razón a los postulados y municiones de diario de nuestras pugnas políticas, la justicia es un alto principio social que nos sirve de norte inmarcesible, y el juez un prodigio de jurispericia.

Por el contrario, si ese mismo juez echa por tierra los argumentos no ya jurídicos, sino plenamente políticos y mediáticos jaleados por la prensa partidista que son los nuestros, entonces es un vendido, un tonto y un canalla.

Basta leer los comentarios que se han publicado en la prensa que linchó una y otra vez, con auténtico recochineo, a los acusados de Egunkaria. El colmo además ha sido que, como en este caso, la sentencia recoja y admita (Fundamento de Derecho 4.1) que hubo torturas y malos tratos, caso rarísimo en la justicia española, por no decir único, aunque lo haga con la debida confusión que, como rasgo de estilo, debe tener toda sentencia de mérito.