VIVIMOS sometidos a los dictados de la naturaleza, aunque alguien crea aún que la domeñamos. Muestra su fuerza, quizás su venganza, día tras día. El último episodio lo están sufriendo ahora mismo decenas de miles de personas que no pueden tomar los aviones que les iban a llevar de regreso a casa, a su destino vacacional o a una reunión de trabajo. Y todo por culpa de una erupción volcánica ocurrida allá, a lo lejos, en Islandia, que ha provocado una nube de ceniza que impide a los aparatos sobrevolar gran parte del espacio aéreo europeo. Es decir, un cráter de los muchos que hay en ese país al norte del continente empieza a fabricar una inmensa cortina de partículas que el viento maneja caprichosamente hasta el punto de impedir a las grandes aeronaves el transporte de viajeros. Un volcán y una nube contra poderosos países: el polvo tumba al progreso, que cae a la lona noqueado durante días. Si ayer fueron unas lluvias torrenciales las que se llevaron por delante vidas y viviendas en las laderas de Río de Janeiro, anteayer eran terremotos de increíble poder los que destrozaron familias, ciudades y casi hasta países; lo malo es que en estos casos los perjudicados lo pierden todo, hasta el aliento, y eso es lo más valioso que tenían. Mientras pobres de solemnidad mueren por centenares en recónditos parajes del planeta sacudidos por los caprichos de la naturaleza, una gran nube de ceniza no permite volar a miles de aviones que transportan a cientos de miles de viajeros. Dan ganas de que la nube siga ganando. Más que nada por equilibrar.
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