hay hay otras miradas que cubren la India con más acento en su abigarrado colorido callejero, en su humilde exotismo, en su espiritualidad ancestral? pero la belleza que yo deseo explote en el lienzo de mi memoria anhela también un marco de justicia y de dignidad. Asalta a menudo a esa memoria el recuerdo de aquellos chavales de tez oscura y pies desnudos del vegetariano que frecuentábamos en nuestro reciente salto a Mombai. Aún no habíamos acabado de comer y ya estaban quitándonos apresuradamente los platos. Era su exclusivo cometido que cumplían con celo. Vestían una especie de pijama verde. No tenían derecho a camisa y pantalón como el resto de los mortales. Los pies descalzos marcaban el estigma de su condición. Así nadie abrigará la menor duda de su identidad: los últimos de entre los últimos.

Los asistentes domésticos con los que nos hemos topado en diferentes hogares apenas levantaban la cabeza. No se sentían siquiera meritorios de colocar su mirada a la misma altura que el interlocutor. Eran sombras que deambulaban silenciosas por la casa, sin pronunciar palabra, como si no fueran dignos de ruido en un mundo en el que todo es barullo.

El sistema de castas en su origen era una forma de división social del trabajo, pero ha derivado en una cruel estratificación social. Este sistema hereditario ha existido en la sociedad hindú desde hace más de 2.500 años. La tradición reza que los seres que han desarrollado correctamente su cometido en la línea de su camino podrán reencarnarse en un estadio superior. No se puede dudar de su fe en otra existencia, sin embargo es hora de que el valor de la tradición en aspectos claramente reaccionarios fuera mermando.

La India, el Mombai del software puntero debería progresar no sólo en ciencia y tecnología, sino también en equidad social, en universalización de derechos y posibilidades. A pesar de que varios reformadores sociales han tratado de abolirlo, el sistema de castas continúa en la práctica siendo una característica definitoria de la sociedad india. Incluso fue oficialmente abolido por la ley, sin embargo en la práctica no ha sido eliminado de las calles y los hogares.

No observo ningún asomo de rechazo a una sociedad tan estratificada, de protesta ante tantos futuros amputados. Miro esos pies sucios y descalzos y digo que merecen una suela y un horizonte y una universidad.

La India del último software, que se permite el lujo de bomba atómica y el desatino de enseñar los dientes a Pakistán, es la misma que mantiene a millones de sus hijos en la miseria. Fascinación e indignación se reúnen al pasear sus multitudinarias calles. Hay legado inmemorial, espiritualidad genuina, pero hay también océanos de marginación. Falta la dignidad del pobre, el coraje para emerger de su condición. No sé dónde está el polo de espiritualidad del mundo. Dicen maestros y guías que la India se quedó sumida en su kali-yuga (tiempo de degeneración). Ojalá India irradie mañana, pero que pongan zapatos a los chavales que sirven las mesas, que pongan futuro a los millones de pobres que colman sus desvencijadas y siempre sorpresivas calles.

Koldo Aldai