LLAMA la atención que mientras en Estados Unidos, Alemania y la católica Irlanda, la muy católica Irlanda, se venga denunciando desde hace años, desde que no eran noticia, los abusos sexuales practicados por religiosos en el ámbito de su ministerio o de su dedicación a la educación religiosa, en España, la no menos católica España, no haya habido apenas denuncias o éstas hayan pasado con la debida inadvertencia. España, pues, país libre de pecado, y de paso de delitos a los que nadie presta atención ni investiga. Milagro. Otro.

Sin embargo, con una copa en la mano, el relato más o menos detallado de abusos padecidos, en otro tiempo, siempre en otro tiempo, difiere de esa puesta en escena pública. Hasta es posible escuchar que aquello era "lo normal". Encogimiento de hombros. Trago. Para pasar el sapo. "Total para qué lo ibas a denunciar si te pegaban si lo hacías, ¿quién iba a creerte?" Miedo tapa miedo, como clavo quita clavo. Y los relatos continúan, en el coro amistoso, a puerta cerrada, tan parecida a la boca cerrada. ¿Quién iba a creerte? Nadie, cosa con la que contaban quienes abusaban. La falta de crédito del menor y el crédito privilegiado de quien portaba hábitos y daba lugar a una relación reverencial, eran totales y cuando algún caso salía a la luz, casi por error, se echaba encima toda la tierra posible. ¿Quién se habría atrevido a denunciar a un cura, qué juez a juzgarlo? Ni siquiera hoy está socialmente bien visto no ya la denuncia, sino el hablar de ello. ¿Pasa este silencio por algún precepto religioso?

Supongo que no será fácil salir a la palestra para contar en público o en semi público algo que se ha vivido más como una vergüenza que como un agravio, y cuya expresión pública daña la propia imagen confundida con la famosa honra. Hace falta mucho valor para sacar a relucir vergüenzas viejas de media vida. Tengo mis dudas de que salgan a la luz alguna vez y no precisamente porque no se hayan dado.

Ahora, hablar de este asunto es ser anticlerical o participar en una campaña contra la Iglesia católica, víctima de un acoso tan intenso como inesperado, orquestado por las Fuerzas del Mal. Eso no es así y quien lo echa a rodar lo sabe porque practica las artimañas de siempre: azuzar la creencia ciega de los fieles en las instituciones de la confesión que practican, y reducir lo que es un delito tipificado en el Código Penal a pecado. Sin reparación del daño causado, por supuesto. Lo que les preocupa es el escándalo y el daño que se pueda causar a la imagen de la Iglesia, y el utilizar todo como munición política. A la víctima, el silencio, la obligación impuesta del olvido y el quedar bajo sospecha. Se entiende mal y es de una tristeza demoledora.

Días pasados, un clérigo condenado por abusos sostenía en su descargo que creía que lo que él practicaba, es decir, los abusos a menores, era algo "socialmente aceptado". Lo más siniestro es lo que esconde esa afirmación: cuántos menores, luego adultos, creyeron que era algo que formaba parte del rito, del sacramento, algo también socialmente aceptado, una página más del mundo es ansí.

RONY y Samuel tienen cinco y siete años. Rony y Samuel son ahora náufragos de la nada y del abismo. Rony y Samuel no tienen padres ni familia. Rony y Samuel vagaban en solitario entre los escombros de Puerto Príncipe y ahora vagan entre las sombras de sus captores.

Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas que su funcionamiento suscita es una civilización decadente. Una civilización que decide cerrar los ojos a sus problemas cruciales es una civilización enferma. Una civilización que escamotea sus principios es una civilización moribunda. Estas consideraciones de Aimé Cesaire, escritas a mediados del siglo pasado, no han perdido ninguna vigencia, incluso, aunque nos hubiesen llegado a través de filósofos griegos, efectuaríamos idéntico análisis. Puede parecer muy pesimista, más todos somos conscientes de que hablamos de la realidad absurda del ser humano. Civilización tras civilización se permiten no poner un definitivo desenlace a tanta absurdez y no expreso estas consideraciones desde la falta de esperanza, al contrario, el asumir esta situación humana puede ser claramente un principio para que las actitudes individuales comiencen a funcionar en otras direcciones. Y no basta sólo con la solidaridad -siempre muy a tener en cuenta- sino que se hace indispensable un cambio total y absoluto de la escala de valores en la que nos movemos.

Porque Haitís existen ya demasiados. Son estados fallidos o más bien frágiles, como ahora se han comenzado a denominar. Estados que tienen escaso control sobre sus territorios, donde las estructuras básicas son inexistentes. La pobreza estructural es tan inmensa que la violencia es inevitable. Los índices de corrupción parece que nunca tienen fin. Es un círculo vicioso que hace que en Somalia, otro estado fallido, vivan o desvivan en precariedad ocho millones de seres, de los cuales tres millones se encuentran en permanente estado de asistencia y con un millón y medio de compatriotas refugiados en otros países, y en similar estado de pobreza.

Cuando las desgracias naturales se ceban en estos países, la comunidad internacional se moviliza y durante unos días o semanas, son prioridad informativa en los medios de comunicación. Loable los gestos de ayuda humanitaria, el desplazamiento inmediato de contingentes, la generosidad que habita en esas manos que intentan salvar vidas? y es muy cruda la impotencia cuando regresan estos héroes -tal es el caso de las manifestaciones de algunos cooperantes- cuando nos comunican que en Haití no pudieron seguir las labores de rescate cuando se hacía de noche por la falta de seguridad. ¿Se imaginan ustedes las horas tan valiosas que se esfumaron sin poder actuar y salvar más vidas? Las primeras noventa horas siguientes a una tragedia de estas características son primordiales para la localización de seres vivos.

Y efectivamente, Haitís existen ya demasiados, y no sólo porque las entrañas de la tierra griten o el mar nos muestre su rostro más salvaje. Poco se habla de Sudán, donde desde el año 2003 sufren un conflicto bélico que parece no tener fin. O esas interminables sequías de estos lugares, y qué decir de Yemen. Sería interminable la lista de estos estados frágiles. Y si añadimos las enormes dificultades que tienen que soportar los cooperantes, que arriesgan sus vidas por salvar a otras, no podemos menos que acordarnos de las consideraciones de Aimé Cesaire. La sociedad tiene que reclamar con verdadero ahínco un definitivo desenlace a tanto desamparo. Quizás no esté solamente la solución en los medios económicos para paliarlo. Creo que intervienen muchos factores a tener en cuenta y uno de ellos es la coordinación más efectiva que deberíamos exigir. Está muy claro que existe un problema de liderazgo y de consciencia en actuaciones rápidas que conlleven menos burocracia. Unas verdaderas estrategias bien aceptadas y dirigidas por todos los países. Y esto no debe suceder sólo cuando llegan emergencias como la de Haití. Haití ya era una emergencia de per se, al igual que tantos y tantos países que están, desde hace muchísimos años, en condiciones de triste homogeneidad.

Por otra parte, deberíamos preguntarnos hasta qué punto son efectivas las conferencias. No dudamos de que éstas conviven con las buenas intenciones pero demasiadas veces se prometen muchas ayudas que posteriormente no se cumplen, estados que se relajan y donde no existe un seguimiento que debería ser primordial.

¿Qué nos queda a la población que de una forma privilegiada habitamos la lista de los países más desarrollados? Aparte de concienciarnos plenamente, no dejar que nuestra civilización deje en la cotidianidad lo que no debe ser cotidiano. Así de sencillo, para que las consideraciones de Cesaire dejen de cumplirse. Y por supuesto, iniciar el proceso de una rebeldía absoluta y bien encaminada hacia lo que nuestra conciencia nos plantee, que no debe tener otro objetivo que nuestra civilización no consienta más la existencia de la raza de los náufragos.