La religión debe estar en el ámbito personal y familiar y, por tanto, fuera del currículo y del horario escolar. En una sociedad democrática, pluralista y multicultural, la religión no debería tener un lugar en las escuelas, pues es inaceptable usar el espacio escolar para el adoctrinamiento. Además, conduce a una flagrante injusticia social y política por el desvío de fondos públicos para sufragar actividades que corresponden sólo al ámbito de las creencias privadas. La laicidad asegura la libertad de conciencia y permite la convivencia entre personas con distintas creencias.

Aunque en nuestra sociedad cada día hay una mayor pluralidad religiosa, la religión católica es la única que tiene privilegios especiales que tienen su origen en el Concordato sobre Educación y Cultura firmado entre el Vaticano y el Estado español en 1979. La solución no es ampliar a las otras religiones los privilegios de los que goza la religión católica, sino que ninguna religión, tampoco la católica, tengan ningún tipo de privilegio y ocupen de forma democrática el lugar que les corresponde, el de la sociedad civil, no el de la escuela.

El respeto a todas las opciones personales, tanto políticas como religiosas, deben formar parte obligatoriamente de la pluralidad de la convivencia democrática y ninguna de estas opciones debe tener privilegios especiales.