UNA mañana Josef K. es arrestado por un motivo que desconoce. Desconcertado ante este atropello, poco a poco se verá atrapado en una delirante pesadilla de la que es incapaz de defenderse, ya que ni siquiera sabe de qué se le acusa. Su paso trastabillado por las más altas instancias judiciales, a las que ingenuamente pretende apelar, se irá tornando en un laberinto incomprensible que se retuerce como una espiral, gobernada por los engranajes de la ley y la justicia, hasta su trágico desenlace. Esto podría ser una aproximación somera de El proceso de Kafka, relato que, al margen de sus obsesiones en torno a la culpa y el castigo, satiriza la insignificancia del homúnculo frente al aparato burocrático.
Quizá el ejemplo suene excesivo, pero veamos. Cada vez estamos más acostumbrados al quebranto de nuestra intimidad, tanto que casi lo padecemos como una enfermedad crónica sin más alternativa que la resignación. No son sólo los dispositivos electrónicos que detectan nuestros pasos en cualquier lugar, la información procedente de la videovigilancia, las cookies, el rastro electrónico que dejamos en el súper, en los peajes, el restaurante, el teléfono?, sino que cada acción o comportamiento nuestro requiere del formulismo de desprivatizarnos un poco más. Pero esto es sólo el principio, también estamos abocados a tener que pelear contra un muro infranqueable, aunque disfrazado con el atrezo de la más avanzada modernidad: las compañías de telefonía y ADSL.
Reconozco que con la que está cayendo (Haití, el desempleo, etcétera), resulta casi un agravio seguir leyendo estas líneas, pero no es menos vigente -aunque en modo alguno comparable- la rémora a la que estamos encadenados por parte de estas empresas, y el anquilosamiento que parecen mostrar los gobiernos y administraciones concernidas. Por lo visto, no es suficiente el número apabullante de quejas presentadas por los usuarios en sus respectivas asociaciones de consumidores (el mayor porcentaje se lo lleva este tipo de reclamaciones), tampoco lo es que tengamos el ADSL más lento, costoso e inestable de Europa, ni el reiterado descontento que se muestra a diario en prensa o Internet sobre las arbitrariedades y atropellos que se cometen en este tipo de soportes, con la frustración de no poder reclamar o exponer tan siquiera nuestro problema en un espacio físico, ante un operador de carne y hueso, y no mediante una llamada telefónica tramposa, impersonal, arbitraria y carísima, parapeto tras el que se escuda este tipo de empresas. Ni que decir tiene que si uno no soporta estoicamente las cada vez más insistentes llamadas publicitarias de telefonía ofreciendo sus inigualables servicios, de nada vale pedir que, por favor, no vuelvan a llamar, que no te interesa, que no tienes ordenador o que sólo estás en el planeta Tierra de paso. Es inútil, volverán a hacerlo. Líneas bloqueadas durante meses, altas sin consentimiento, publicidad engañosa, condiciones draconianas para darse de baja, deficientes disfunciones en el servicio?, eso sí, nunca se olvidan de cobrar. La Oficina de Atención al Usuario del Ministerio de Industria recibe más de 10.000 quejas al mes por fraudes en servicios de ADSL. Por no hablar de los móviles, feudo que goza de sus propios chanchullos. Pero, como digo, esto no debe ser bastante para que los organismos competentes hagan su tarea (claro que quizá depositar un voto en una urna cada cuatro años no sea razón suficiente para preocuparse por tamaña insidia).
Enredados hasta las trancas en la telaraña de nuestro propio estado del bienestar, no queda más remedio que padecer sus desmesuras. ¿Quién no ha pasado ya por este trance?: llamas al servicio de Atención al Cliente (sangrante eufemismo) de una operadora de telefonía y, tras seguir los pasos que te va dictando una voz enlatada, consigues entablar conversación con un ser humano (generalmente latino), al que procuras exponer el problema. Antes de nada, tu interlocutor te pedirá todos tus datos (nombre, teléfono, DNI?) que forzosamente tienes que aportar. Luego, tras relatar pacientemente lo que te pasa, te dirá que no te retires, que tiene que hacer unas cuantas comprobaciones, para, después de escuchar durante varios minutos una estúpida sintonía, concluir que todo está bien (aunque tú sabes que todo está mal). En vista de sus limitaciones técnicas, te señala que tienes que telefonear a un nuevo número (por lo visto él/ella no puede conectarte directamente? ¡en una compañía de telefonía!, tienes tú que volver a llamar). Tras la inevitable espera, aparece otra voz humana a la que vuelves a soltarle la misma retahíla, de la A a la Z, naturalmente una vez aportados tu nombre, teléfono, DNI? El nuevo operario hace también sus pertinentes comprobaciones, que tú esperas al compás de la sintonía, para acabar por notificarte que no encuentra nada anómalo. Insistes en que tienes la certidumbre de que algo está mal, que no funciona, pero, claro, tu palabra vale menos que un billete del Monopoly. Entonces, en un alarde de imaginación, te propone que llames de nuevo a Atención al Cliente. Tras sentirte que te han tomado por imbécil, marcas el número (tienes que hacerlo tú, claro), aguantas la ración de sintonía y, tras dar tus datos personales una vez más (siempre contactas con un tipo diferente que probablemente te atiende desde Marruecos o Argentina), regresas triunfal a la casilla de salida.
¿Pero para qué quejarse cuando todo podría ser peor? Es justo lo que sucede cuando uno se adentra en la exótica aventura de darse de baja, de hacer una simple reclamación porque te han cobrado un servicio inexistente o del que pensabas que ya te habías dado de baja. Si te resistes a pagar, de inmediato amenazan con enviarte a sus servicios jurídicos (es el sarcasmo de esta pesadilla, una empresa que pisa permanentemente la línea continua de la legalidad, no tiene el menor reparo en apelar a la Ley y a todos los derechos que le asisten). Por supuesto, hacer mención de querer hablar directamente con un responsable de la compañía puede provocar hilaridad en la voz que está al otro lado de la línea, dado que en esta tela de araña no hay cabezas visibles, no existen, no puedes acudir a una oficina para hablar con una persona real, nadie se responsabiliza un carajo de lo que te pasa.
Y en la cúspide del desatino, en mitad de esa balsa de chapapote en la que uno, afiliado al estado de derecho con todas sus cuotas al día, intenta remar, algo me pica la curiosidad, ¿qué habría sido de Josef K. ante las adversidades de una operadora de telefonía? O mejor, ¿y si Kafka hubiera tenido que confesar sus tribulaciones y agonías a Felice, a Milena, a Jesenká-Pollak o a Dora Diamant mediante un móvil sin apenas cobertura?