COMO le advertí a alguien del otro lado de la trinchera -advertencia amable, aviso, anuncio, nada amenazante creo yo- tengo el cuerpo jotero y me apetece seguir profundizando en la movideña -palabro que mi compañero de mesa les introdujo en este mismo espacio ayer- real. Real de rey, de corona, armiño y demás parafernalia, nada relativo a la realidad que yo, como ustedes supongo, todavía me estoy sobreponiendo a los excesos de Nochebuena y Navidad. El tema viene al pelo porque acabamos de descubrir en esta Euskadi de nuestras entretelas que el programa con mayor cuota de share a las 21.00 horas del día 24 fue, sí, el mensaje de Juan Carlos en su versión ETB (24,4%) -yo estaba de cañas con los amigos y/o haciendo aprecio a los regalos de Olentzero antes de sentarme a cenar, ya se lo advertí hace unos días-, vivir para ver. Al grano. Que esto venía a cuento de que desde hace un tiempo me inquieta una gran injusticia social de incalculables magnitudes -nada más y nada menos que unos 2.000 años de ninguneo- ante la flagrante discriminación que sufre el rey Gaspar. Sí, el que va entre el superpijo de cana lustrosa de Melchor y el favorito del 90% de los niños -el 10% restante va con Melchor-, es decir, Baltasar. ¿Qué pasa con el pobre Gaspar? ¿Por qué ningún infante lo nombra cuando algún periodista intrépido le pregunta por su rey favorito? ¿Tiene algo que ver con que sea el más joven? ¿Será el becario? Hombre, 2.000 años después ya se merecería un contratillo en condiciones ¿no? Piénsenlo y abran su corazón. Niños del mundo, tenemos una deuda con Gaspar.