Campana sobre campaaaaaana, y sobre campana..." Ánimo, ya hemos dejado atrás el primer puerto de esta larga travesía que mi hermano pequeño bautizó, con gran acierto, como la movideña, vocablo compuesto que resume el frenesí generalizado de estas fechas, que sufrimos y disfrutamos casi todos por igual, con el sufijo de situación, entre turrones y bolas de colores del árbol de Navidad. Quienes rinden pleitesía a Olentzero ya habrán abierto sus regalos: consolas, muñecos, disfraces, juegos de mesa, canicas, los habituales calcetines y calzoncillos que con tanto mimo envuelven las amonas... Los demás tendrán que esperar a los tres magos que viajan en camello con un ejército de pajes y que también recorrerán las calles de Vitoria, pero más tarde, ya saben. Y los más afortunados podrán disfrutar de dos tandas de regalos, aunque, bien pensado, esta última opción debería estar prohibida. En el amplio panorama de las movideñas recientes y pasadas hay una anécdota que siempre recuerdo con asombro y cierta diversión, sin ánimo de ofender. Ocurrió hace unos 25 años en Donostia. Un desfile de Olentzero en recuerdo a los presos recorría el Boulevard, junto al Casco Viejo. El que hacía de carbonero, metido en su papel, viajaba encerrado en una jaula de madera que transportaban cuatro manifestantes como si se tratara del rey de Siam. Se oyeron los habituales gritos y pronto llegaron los grises. Cuando empezaron a cargar dejaron el palanquín con barrotes en el suelo y todos echaron a correr. Menos el Olentzero, claro, que no pudo salir. Pobre tipo. Qué país.