Las chicas buenas van al cielo y las malas… a todas partes. Así reza el refranero pillo para contrarrestar aquél más serio que nos advierte de las malas compañías, como dime con quién andas y te diré quién eres; o para denunciar y destacar algunas características evitables como polos opuestos se atraen, Dios los cría y ellos se juntan, De tal palo, tal astilla, y un rico etcétera. Pero las compañías de las que nos advierten unos y otros, siempre las remitimos a personas muy concretas, cuyo mal sólo puede afectarnos de modo muy particular y circunscrito a un pequeño segmento de población, entiéndase familia, pandilla o a un reducido espacio geográfico, sea patio de colegio o un sencillo barrio donde, ciertamente, cabe traer a colación aquello de una manzana podrida pudre un cesto.
Sin embargo, las malas compañías, las malas compañías de verdad, las que hacen daño a toda la ciudadanía, de cuya influencia no escapa nadie, ni al grito de ¡Sálvese quien pueda!, no son otras que las que precisamente se denominan compañías. Claro que, con la polisemia que campa a sus anchas en el castellano, esto es decirlo todo y no decir nada, pues compañías hay de muchas clases: están las damas de compañía, la Santa Compaña, la Compañía de Jesús, y la compañía de todas las compañías, la CIA. Pero no hemos de olvidarnos que, además de estas compañías, nos acompañan en nuestra vida cotidiana las peores compañías con las que podemos juntarnos, cuales son: la Compañía Telefónica, Compañía Eléctrica, Compañía del Gas, Compañía de Correos y cuantas ustedes conozcan por su comportamiento vergonzoso para con la ciudadanía, por cobrar precios abusivos forzando el pago de facturas sin justificar, por hacer y deshacer a su antojo los contratos valiéndose de la confianza del consumidor, que no lee con lupa la letra pequeña, y sirviéndose de subterfugios jurídico legales para marear la perdiz en pleitos y repleítos en los que el cliente, al final, pierde siempre la razón, impotente como un Quijote contra tan enormes gigantes que, bien instalados en las colinas del antidemocrático libre-mercado, esclavizan al ciudadano, acechando desde tan privilegiada posición que otorga la falta de competencia real en los precios y servicios, y de la misma en el quehacer de la responsabilidad política que hace migas con ellas.