hace unos días cumplí años. Siempre cumplo años en otoño, desde que nací. Creo que esta circunstancia, a nacer en otoño me refiero, tiene mucho ver con mi forma de ser. Procuro disfrutar de todas las estaciones pero reconozco que tengo una especial querencia hacia la que toca vivir estos días. Las hojas caen, el día se acorta y la noche es más larga. Y es de noche, en su silencio, cuando uno se pone a pensar. Y es en otoño, en días realmente fríos como los de hoy, cuando uno dispone de más horas de silencio, de oscuridad, de un buen edredón, para recogerse un poquito y reflexionar. ¿Estás a gusto con lo que haces, con el rumbo que llevas, con lo que eres?, ¿Sabes, aunque sea de una manera vaga, lo que quieres en esta vida? Y si lo sabes, ¿actúas en consecuencia? Preguntas todas cuyas respuestas a menudo intranquilizan al demandante pero que, aún así, se repiten año tras año, otoño tras otoño. Y en esas ando hoy, una vez más.
Pero no siempre fue así. Recuerdo que en mi adolescencia los tiros iban por otro lado, y aunque no recuerdo bien cuales eran las preguntas aseguraría que todas miraban hacia delante, incluso en otoño; eran, todas, incógnitas a resolver, ecuaciones cuya solución eran sólo cuestión de tiempo. Cosas de la edad. Porque que hay una edad, en mi caso a partir de los treinta, en la que uno empieza a darse cuenta del tiempo transcurrido, mientras antes simplemente el tiempo transcurría. De reojo y titubeando, con pocas ganas, la verdad, comienza uno a mirar hacia atrás, a indagar en la memoria. Observas, entre otras cosas, que ciertos recuerdos ya no son tan cercanos. Compruebas que, sometidos por tu propio abandono, se empiezan a cubrir de polvo, o inocentemente se han diluido en la ingente cantidad de agua que ha llovido desde entonces. Pero estas son cosas de mi otoño querido. Pronto llegará el invierno y después la primavera. El día se alargará y, con un poco de fortuna, dejaré de hacerme preguntas.